Mis almuerzos con gente interesante: José Azkárraga, biólogo
Hay un nombre en Valencia que lo sabe casi todo de casi todo: un personaje del Renacimiento que acumula saberes, sabe cómo transmitirlos y además no se da importancia
Hay un hombre en España que lo hace todo, cantaban los Astrud. Y hay un hombre en Valencia que lo sabe casi todo de casi ... todo. Se llama José Azkárraga, tiene nombre de calle en efecto (luego iremos con esa veta de su personalidad) y tal vez usted lo haya visto deambulando por la ciudad, sin prisa pero sin pausa. El caso es que este hombre no para. Desmiente su condición de jubilado y apacible abuelo entregado al cuidado de su prole con una incesante actividad que ejecuta, paradójicamente, en el mismo tono pausado con que habla. El tono con que te informa de su apabullante agenda, siempre en modo multitarea. Una suerte de Leonardo a la valenciana, que acumula saberes en distintas ramas del conocimiento mediante un ejercicio memorístico igualmente ejemplar. No hay fecha que no mencione de carrerilla ni hito histórico que no cite con idéntica precisión de ferroviario suizo ni acontecimiento ciudadano, incluida la letra pequeña del quehacer diario. Hablando de agenda, la suya (o la de su móvil) es también mayúscula. Puede concluirse que Azkárraga conoce a todo el mundo o, con más exactitud, que conoce más o menos bien a todo aquel que merezca la pena. Valencianos como él que guardan algún atributo memorable, con la particularidad de que si alguien profundiza en su corazón deberá reconocer que su veta más sensible está dedicada al Jardín Botánico, a cuyos ejemplares habla por su nombre y además tutea. El recoleto rincón de Valencia que recorre como si fuera el pasillo de su casa, cuya trayectoria repasa como si estuviera escribiendo su biografía y repasando mil veces cada detalle. Por ejemplo, cuando parecía un zoo: aquel olvidado Jardín Botánico donde también se custodiaron animales.
Toda esta documentación suministra mientras saborea la charla y el almuerzo (pide bocadillo de revuelto y cerveza con gaseosa, rematado con un cafelito) en un improbable local, el bar del Colegio de Ingenieros de la calle de la Mar, que ha elegido por su cercanía a La Nau (donde ha organizado una recomendable exposición sobre el archivo de libros ilustrados propiedad por supuesto del Jardín Botánico que hoy enseña a las visitas). Ajeno al ir y venir de las camareras y la clientela, Azkárraga desgrana esa vertiente tan particular que ha llevado su apellido al nomenclátor valenciano: su condición de tataranieto del añejo prócer así apellidado, gobernador militar que fue de Valencia y presidente del Gobierno de España a principios del siglo pasado, altos honores que justifican que también dé su nombre a sendas calles en la murciana Portman y la gallega capital de La Coruña. Lo comenta como suele, con ese aire indiferente, el talante propio de los auténticos sabios: los que no se dan importancia, rasgo de relieve en este mundo de fautos verdaderos y falsos eruditos. El mismo tono con que explica la excursión que está preparando de acuerdo con esa misma lógica con que camina por la vida: como si fuera una cereza que cuando se atrapa conduce a otra y esa otra a la siguiente. Así se entiende que una conversación emprendida para comentar los pormenores de esa exposición que viene de explicar al periodista se detenga en Elca, la morada de Francisco Brines que promete visitar, aunque antes se dispone a sumergirse en las entrañas de Rafelcofer, donde le van a enseñar un refugio de la Guerra Civil que obliga a meterse cinco metros bajo tierra para alcanzar un itinerario de 200 metros de longitud donde una colección de grafitis espera otra visita: la de su cámara fotográfica.
Esas dos especialidades marca de la casa (extraordinario conocedor de la Historia de la Valencia republicana, fotógrafo aficionado de gran mérito) integran dos de sus múltiples facetas, que siguen una pauta misteriosa: tal vez el único denominador común es el atributo primordial de su genuina curiosidad. En ese rasgo de su personalidad se esconde el gen que justifica que Azkárraga no sólo te pueda guiar por los entresijos de aquella ciudad sometida a los bombardeos de Franco y los suyos durante la Guerra Civil o te acompañe a conocer la ciudad donde nació y se crió otro hijo de aquella España malograda, el escritor Max Aub. También te puede conducir por los misterios de la Valencia antigua pavimentada de Ródano por los recovecos de calles umbrías cuyo suelo aún conserva el declinante rojo de aquellas piedras, o editar un libro cuya inminente publicación sólo espera el 'nihil obstat' financiero del Ayuntamiento sobre una cuestión singular, desconocida para el profano: un viaje por los fósiles que sobreviven de la Valencia de hace millones de años, que se esconden en las escaleras del Mercado o en las esquinas más anodinas de Velluters y sólo un ojo bien entrenado (el suyo, por ejemplo) acierta a identificar. 'Mira, ahí hay uno', dice de repente. Y señala entonces una incisión mínima en la pared del bar, ataca su ración y te condensa en una conferencia de cinco minutos los avatares de esas criaturas fosilizadas que salen a nuestro encuentro cada día sin que lo sepamos.
Escuchar entonces a Azkárraga se convierte en esos momentos en uno de los raros placeres que te regala la vida. Salta de la historia a la biología con la misma familiaridad con que te anuncia una próxima visita guiada por la Valencia que late en las páginas de 'Noruega', el perdurable hit de Rafa Lahuerta, o por el interior del Luis Vives, el caserón que lo tuvo diez años como profesor de Biología hasta su jubilación. Hace de eso cinco años pero dice que, en realidad, incluso la parte docente de contacto con el alumnado sigue viva gracias a esos itinerarios que recorren la historia del edificio pastoreando a la grey adolescente. En su interior, una capilla recuerda la Valencia del Sorolla niño y por supuesto también sobre este particular tiene Azkárraga datos memorables que comparte siempre con ese mismo espíritu casual, desenfadado. Y te habla acto seguido de un curioso convecino, coleccionista de libros de gran relieve, a quien promete una rápida visita, antes de recopilar de nuevo con esa memoria prodigiosa el listado de los mejores fotógrafos de la Valencia de aquí y ahora y también remontándose en el tiempo, antes de ensimismarse unos segundos, revolver el café con la cucharilla y zanjar la conversación con uno de esas ráfagas inesperadas tan suyas, raptos propensos a desconcertar a su interlocutor. Resulta que nuestro hombre, tan valenciano él, nació en… Oklahoma City, en la lejana América de Donald Trump.
- ¿Cómo dices?
- Sí, en Oklahoma City. Mi padre era ingeniero aeronáutico y estaba haciendo un cursillo, mi madre se fue con él ya y allí me dio a luz. Sólo estuve un año.
Oklahoma City, nada menos, adonde no ha vuelto jamás. Y Azkárraga ríe un poco como acostumbra, casi más con los ojos que con la boca, feliz del desconcierto que acaba de sembrar sobre la mesa. Apura el café y se marcha con una de esas frases tan suyas: «Tendré que volver un día a Oklahoma City'. Unas palabras que parecen el título de una canción de Johnny Cash.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión