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Durante las últimas tres décadas, al menos en los años de esa horquilla sin la irrupción de los datos en los móviles, para quedar en ... Mestalla antes de un partido el punto de referencia era el bar de Manolo el del Bombo. No hacía falta consultar a Google. Dos horas antes de cada partido del Valencia, Manuel Cáceres Artesero atendía tras la barra con su sonrisa perenne y en muchos casos animando al personal con el instrumento que le hizo famoso en el mundo entero. Tanto fue así que The Guardian llegó a catalogarle como el aficionado al fútbol más famoso del mundo.
Tal colección hizo Manolo de bufandas, camisetas, fotos y regalos de toda índole que convirtió su bar en un santuario. En un museo del fútbol regalado a Valencia. Porque, aunque medio en broma o medio en serio había gente que se lo aconsejaba, los tesoros que adornaban paredes, techos y cualquier centímetro cuadrado disponible estaban al alcance de todo el mundo. Entrara al bar sólo a curiosear o a consumir. Su dueño nunca hizo distinciones. Fueron incontables las noches que rescató a periodistas, de sus viajes con la selección conocía de todo el mundo, dándoles de cenar tras los partidos que acababan rozando la madrugada, o ya en ella, bajando la persiana y alargando aquellos encuentros en tertulias con mucho jugo.
Aunque el mítico 'bar de Manolo' dejó de serlo cuando llegó la pandemia, y pasó en 2021 a manos de su sobrina Amparo, aún conserva algo de su aroma tanto en los carteles como en su interior. Aunque ya no es lo mismo. Pasa siempre con los negocios que están ligados a una persona. Ayer, tras conocerse su fallecimiento, un corazón dibujado en una de las pizarras de la fachada con su nombre y la siglas DEP, fue el primer homenaje que recibió. No debería ser el último en una Plaza de la Afición que le viene como anillo al dedo al seguidor más querido que ha tenido el mundo del fútbol español. Es cierto que su figura nos lleva a otra época, y por ello esta era moderna de postureo en redes fue como la puntilla anticipada a su ocaso, pero la suya es una de esas historias que retrata a una España donde las personas se agarraban a las oportunidades que les daba la vida. Manolo se dio a conocer con su bombo en el Mundial del 82 y llegó a Valencia en una de esos giros de guion de película, compartiendo vehículo donde dentro iba un muerto. Con los contactos que hizo en su gira por España le llegó una oferta de trabajo que le dio el dueño de Los Molinos, una sala de fiestas en la Avenida del Puerto que tuvo su boom en la década de los 80. Allí estuvo dos años, otros dos más en otro restaurante de relaciones públicas hasta que abrió su propio negocio. Esa historia, mientras servía una cerveza bien fría y una bravas, la habrá contado a miles de seguidores de camisetas variopintas que siempre estaban ávidos de saber sobre el icónico seguidor.
Ahora, sus restos descansarán en tierra oscense. Junto a su padre y su madre. Esa era una de sus últimas voluntades. En Valencia, cerca de su querido Mestalla, siempre quedarán los bombos que dejó en el bar para que fueran el legado histórico de su paso por una tierra que le enamoró. Desde que se conoció la noticia de su fallecimiento, le lloró todo el fútbol español. Desde la Federación hasta el Valencia, dos de los escudos que llevó siempre en el corazón.
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