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Si se me permite la irreverencia, en Valencia la más taquillera desde siempre ha sido la Mare de Deu. En eso no hay color ni ... colores. Así que echarle un pulso de convocatoria al traslado, a la propia liturgia mariana, a años de tradición, a la mascletá, a las celebraciones familiares en una ciudad donde hay Amparos por todas partes o a la procesión, es apostar a perder. Como lo primero va antes que lo importante y en Valencia lo primero afortunadamente es la Mare de Deu, a nadie extrañó que a la hora de comenzar la plaza presentase un desolador tercio de entrada. Puede que se hiciese por inconsciencia o habrá sido por desconocimiento porque no quiero pensar que hubiese desinterés, el caso es que se hizo y naturalmente perdió el toreo, perdió la noble causa de ayudar a los damnificados y en territorio menos trascendente, aunque picar pica, perdimos el pulso con Madrid donde recordarán que por el mismo motivo, allá por diciembre y con cartel semejante, quince mil almas abarrotaron su palacio de Vistalegre en apoyo a los damnificados de la dana. Controversia aparte y si lo que cuenta es la intención, tras tomar nota deberíamos correr un tupido velo sobre el planeamiento.
Si uno de los encantos de los festivales más allá de los fines recaudatorios es ver torear a diestros retirados, este cumplió con el precepto y se pudo disfrutar de la tauromaquia todavía reciente del maestro Ponce y reverdecer el toreo vertical y elegante de Barrera.
Dos formas muy valencianas, dos tauromaquias que llenaron una época con muchos llenos (añoranza) en esta misma plaza. Dos estilos en claro contraste, el poderío y la ciencia del chivano, junto o frente a la elegante firmeza del capitalino. Ayer ambos mantuvieron la línea y el discurso de siempre, otra cosa hubiese sido traición. Ponce se mostró como si no hubiese dejado de torear que en realidad no ha dejado; Barrera lució los mismos registros de siempre, firmeza y temple, todo aderezado con la serenidad que permite esperar las embestidas para tirar de ellas con suavidad. La faena de Enrique fue sedosa, ni un tirón, ni una arruga, ni siquiera en la camisa de lujosa marca y nada tradicional que lucía, en realidad lo que hizo al toro en la arena lo pudo haber hecho en un salón, todo medido, sencillo y por esta vez hasta lo mató de una espléndida estocada.
Vicente afrontó el reto de volver a su plaza cargado de la responsabilidad torera propia de quien no quiere mancillar su historia - «estaba preocupado, Valencia siempre presiona» reconoció- y resolvió con nota. Condujo a su oponente, buen colaborador, desde la más absoluta naturalidad, lo esperaba firme y vertical y lo conducía atrás rompiendo la línea recta que es donde el toreo se enclasa definitivamente. A los dos le concedieron una oreja y para Vicente especialmente, el público pidió un segundo trofeo que el presidente empecinado en su particular cruzada con la que salvar las esencias del toreo ante la herejía del pueblo y sensibilizado con el espíritu de los festivales benéficos (espero que se entienda la ironía y necedad del usía) negó como más tarde se la negaría a Román tras una faena arrebatadora.
Román es de los que no se permiten ninguna licencia ni en los festivales y ataca, ayer mismo, como si le fuese la vida en ello. Fue un torbellino de salida, con los lances de rodillas, seguido de un galleo por rogerinas y en el arranque de la faena de muleta también de hinojos antes, ya en pie, de atemperarse en el toreo fundamental de plantas firmes, trazo largo y velocidad reducida hasta componer la mejor faena que se le ha visto por estos lares, que acabaría rematando con unos aires espartaquistas, alguien comentó que muy valencianos, que enardecieron al público. Mató de un pinchazo y una estocada y ante la posibilidad de que se resquebrajasen las tablas de la ley y se abriesen las hogueras del infierno, el presidente negó el segundo trofeo.
El novillo de Manzanares no permitió más lucimiento que el de despenarlo de un soberano volapié; el novillero Simón Andreu estuvo animoso y decidido antes de fallar reiteradamente con el descabello; y los recortadores se lucieron ante un serio ejemplar de Adolfo Martín. Para entonces los relojes apuntaban a las tres de la tarde y el osqueo con el planeamiento inicial comenzaba a desvanecerse. En las próximas Fallas más, pena grande.
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