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Los que viven o vivían en los barrios de Campanar o Benicalap y tenían que señalar en el mapa su lugar de residencia a aquellos ... que ignoraban que en el extrarradio había vida, siempre recurrían al viejo tópico para que los ubicaran: «Al lado de La Fe«. Un tiempo en el que no había nueva ni vieja Fe, sino un único centro de referencia.
Vivir cerca de un hospital hace no tener miedo a las sirenas. Las ambulancias son el pan de cada día. Una, dos, tres... veinte. A todas horas. De mañana y de noche. En los cumpleaños, uno de los mayores divertimentos del que pagaba la merienda era ver cómo los amigos salían corriendo al balcón de un séptimo piso de la avenida Burjassot cada vez que pasaba una ambulancia. Para ellos era extraordinario, un ulular extraño, pendientes de algún suceso para luego contar en casa. Con cada ambulancia había excursión a la galería.
La Fe formaba parte del skyline de unos barrios que en su día tuvieron cines, como el Boston y el Rosaleda -y mucho antes el Montes-. Y donde había bingos, como el Samoa, que hoy ya son historia. En Tendetes sigue abierto el teatro Flumen, que ha sabido sobrevivir a los tiempos. Y a espaldas del hospital, Nuevo Centro, el primer gran centro comercial de la ciudad, y una estación de autobuses que siempre ha tenido pinta de vieja. En medio, el parque Profesor Antonio Llombart, un lugar de ocio vespertino y de turbias historias nocturnas.
30 de abril
24 de febrero
«Tener un hospital cerca de casa te daba cierta tranquilidad, un seguro de vida. Podías ir andado ante cualquier dolencia. Yo llevé a mi hijo, que tiene ya 47 años, cuando era muy pequeño porque se cortó la lengua después de que se le cayera encima la cocina. Fui corriendo. La primera vez que pisaba La Fe con niños«, cuenta María Bonet, que vive en la avenida Burjassot, con vistas a la gran rotonda donde confluye esa vía con Peset Aleixandre, General Avilés y Campanar. Ahora, la nueva Fe, en el barrio de Malilla, la tiene a varios kilómetros y muchas paradas de autobús.
La Fe no era un hospital viejo. Apenas cuatro décadas de vida pero se quedó obsoleto. Su construcción comenzó en 1968 y en 2010 dejó de estar operativo. Desde entonces se convirtió en un hospital medio fantasmagórico, cubierto de amianto. A la hora de elegir un nombre para la ciudad sanitaria, el Jefe Provincial del Seguro Obligatorio de Enfermedad, el doctor Vicente Luis Peris Carpena, sugirió en 1966 buscar una denominación sencilla y corta. Fácil de recordar como La Paz. La solución la aportó el secretario del Consejo de Administración del I.N.P., el doctor Manuel Pérez Sánchez, quien comentó este idea con su familia y recibió la inestimable ayuda de su suegra, de 70 años, que contestó: «Más corto que La Paz sólo puede ser La Fe». Así está escrita la historia.
«Para alguien como yo, que ha vivido casi toda su vida en Benicalap, La Fe siempre ha sido El Hospital, con mayúsculas. La única referencia sanitaria, y una referencia sanitaria con forma de gigante bonachón pero imponente, dispuesto siempre, debido a su estructura, a abrazarte y acogerte. Es el lugar al que siempre acudías en busca de consuelo médico. Sus urgencias, en aquel sótano repleto de toses, quejidos, rostros asustados y llantos, han sido uno de los destinos más visitados por millares de valencianos», cuenta César Campoy que, desde el balcón de su casa, en la calle del Padre Ferris, ha vivido la demolición del gigante, como el Azteca para Calamaro.
Un mamotreto por fuera y por dentro. En la torre principal, en los descansillos de cada piso, visitantes y pacientes fumaban cuando se podía todavía fumar en los hospitales. Entre los sonidos de los ascensores, montacargas con decenas de personas que iban a visitar a los suyos. Un paseo frontal, por la acera donde los cipreses servían de alambrada, se seguía el skyline que iba de norte a sur desde el pabellón de enfermería al de maternidad, infantil, pasando por el pabellón central y su rótulo. Por dentro, el suelo laminado y habitaciones compartidas, donde un enfermo era familia y amigo; y el otro, una lotería.
«La Fe, como muchos otros, la he frecuentado en docenas de ocasiones a lo largo de mi existencia, y ha marcado instantes de mi vida que nunca olvidaré. Allí sentí, por vez primera, la humedad de una escayola, la oscura frialdad de un aparato de rayos X... Allí vi nacer a algunos de mis familiares, y allí acudí aquella madrugada tras saber que mi abuela había fallecido», prosigue César. Porque el pabellón de maternidad era motivo de alegría y, en la parte de atrás, un viejo tanatorio sin los lujos de las despedidas de hoy en día. A La Fe se peregrinaba a ver nacer y a ver morir.
César, que desde la calle José Grollo sentía la presencia física del hospital sin verlo, ahora se ha convertido en fedatario del adiós de La Fe, golpe a golpe: «Hace poco cambié mi residencia a Tendetes. Desde nuestra terraza admiraba aquella mole agonizante. Hasta que un día las piquetas comenzaron a cebarse con ella. Contemplar, día a día, como su edificio principal iba cediendo, primero resistiéndose, más tarde, derrotado, dejándose llevar, me ha sumido, como a muchos, en una melancolía con sabor a punto y aparte en nuestra existencia, con banda sonora de Maronda y su 'La fe inmortal'».
El derribo de La Fe es el fin de muchas cosas. Adiós a esas ventanas paneladas, de luz frágil donde el paseante, que volvía al barrio desde Nuevo Centro, se preguntaba los días señalados quién pasaba la noche allí sin más noticias de su dolencia. Con esa rotonda interna como helipuerto. La señal tétrica que ponía: «Quemados». Y la escalera de entrada al pabellón principal, que era lugar de reunión de los que iban y venían, mientras por debajo estaba el pasillo de Urgencias, un lugar al que se miraba de reojo sin querer ver mucho más.
«Da mucha pena que ya no esté. Era el símbolo del barrio, del que en su día vivieron muchos comercios, principalmente bares y restaurantes, y tiendas de bebés. Ha estado muchos años parada, en desuso, abandonada y la verdad, dolía verla así. Ha sido mi casa durante más de veinte años», cuenta Visitación Ordaz, que trabajaba en el servicio de lavandería.
El adiós de La Fe fue el fin de una acera de medias lunas rojas y amarillas, de un banco perimetral mordido a golpes, de los viajeros del 60 y el 89, de las enfermeras con bata con la cartilla rumbo a Bancaja. Un hospital de finales de la dictadura y con camino durante la Transición. Un símbolo de barrios obreros, el lugar al que se agarraron para situarse en un mapa donde a un paso estaba la huerta, lejos de la Valencia que cambió con el boom inmobiliario.
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