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Cuán mal lo debemos de estar haciendo para que los únicos que, en los últimos tiempos, se hayan lanzado a desafiar a nuestros políticos y a la 'Ley Mordaza' sean los jubilados. Cuán mal si los que vuelven a salir a la calle, ahora para reclamar merecidamente unas pensiones dignas, sigan siendo -por edad- los mismos de siempre. Los de la Transición y el 23-F. Los de la matanza de Atocha. Los de la Memoria Histórica y los bebés robados. Y los de «OTAN no». Esos, nuestros mayores, que hoy, nuevamente, se indignan ante el gran peligro que acecha a nuestro (el de todos) sistema público de pensiones. Y nos vuelven a dar una lección de vida. Cuán mal lo debemos de estar haciendo, también, si los únicos que salen a pelear por su salario y condiciones laborales son la Policía Nacional y la Guardia Civil. Aquellos que, por sus quehaceres, normalmente se encuentran justo al otro extremo de la protesta.

Cuán mal si, tras los últimos asaltos a la libertad de expresión -esa que ahora mismo, presuntamente, me ampara-, las discutibles decisiones judiciales en esta materia, los recurrentes casos de corrupción, el anquilosamiento del salario mínimo y la precariedad laboral, seguimos sin ver siquiera una triste pancarta colgada de un joven. Cuán adormecida está nuestra sociedad de la distopía orwelliana, que lamenta la pérdida de genios de la opinión como Forges, pero no concibe aquella frase tan atribuida erróneamente a Voltaire: «no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo». Estamos tan mal, que hemos puesto el mundo del revés: donde, no sin razón, nos enoja el caso Oxfam, pero (parece) que olvidamos a Haití y nos da exactamente igual Siria.

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