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Siendo hijo de un catedrático de francés en casa, además de, como es lógico, el español y el valenciano, era una cuestión de orgullo y pundonor aprender ese idioma bien pronto. El cabeza de familia nos lo incrustó con sutilidad y firmeza. Y lo agradeceré siempre pues a los veinte años leía los diarios literarios de Paul Léautaud en francés cuando este autor todavía no se había puesto de moda en España. Flipaba con el ácido vertido por el viejo Léautaud. Me desternillaba con su honrada maldad. Era punk mucho antes de que el punk borrase la estulticia jipilondia. Como en casa somos de clase media ilustrada, intentamos progresar sin prisa pero sin pausa, de ahí que en Navidad, por ejemplo, enchufamos el gospel de Mahalia Jackson en vez de los estridentes villancicos. También, debido a este afán de mejora, mis sobrinos, además del francés tradicional y de las lenguas patrias, dominan el inglés. Los idiomas, en definitiva, gozan de prestigio e importancia en nuestra familia. Por lo tanto, la frase de «se puede ser tonto en varios idiomas» siempre me fastidió. Pero ahora, ay, lo reconozco, la entiendo en plenitud tras escuchar la delirante rueda de prensa de Puigdemont. Sí, es verdad, por fin compruebo que se puede ser tonto, muuuy tonto, en varios idiomas. Y muy peligroso. Me explico: mi amigo Juanjo trabaja en una empresa valenciana de alta tecnología. Venden a todo el mundo. Un cliente suyo de Indonesia había previsto visitar la fábrica en Valencia. Sin embargo, por culpa de las imágenes proyectadas, puro mal rollo para un señor de Indonesia que desconoce el lado de bombero torero de esta historia, le ha enviado un mail para renunciar a la visita. Emplaza la cita en China y mi amigo se trasladará allí para vender su producto. Tonto y peligroso, nefasta combinación. Las mamarrachadas pasan factura.
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