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La generosidad se nos antoja una loable virtud, sobre todo cuando se practica desde el anonimato. Serge Gainsbourg, seductor infatigable y niño terrible de la canción francesa, organizó un escándalo formidable cuando, en un programa de televisión francés, primero se ciscó en directo sobre el espitiru de los caritativos telemaratones y después, muy flamenco, posiblemente algo cocido, quemó frente a la cámara un billete de muchos francos. Le cayó la del pulpo, al feo pero atractivo Serge. Tiempo después descubrieron que aflojaba largos dineros bajo mano en favor de múltiples causas nobles. Un tipo auténtico.

Nuestro conseller Marzà carece del talento del difunto compositor y cantante gabacho pero le emula en cuanto a generosidad se refiere. Con una importante diferencia: nuestro Vicente, el de la mirada oblicua de puro sectarismo, reparte las monedas en forma de magna subvención a los de su pensamiento, a los de su bandera, a los de su grupo, a los de su batallón, o sea a los que comulgan con sus principios indepes. Regó recio flus a una editorial que publica a los políticos presos y ahora derrama calderillas poderosas a los de una oenegé que se dedica o dedicaba a espiar a los pequeñuelos para comprobar si empleaban, cuando el sagrado recreo de bocata, funambulismo de móvil y futbito de fortuna, el catalán que a todos nos debe de vertebrar como forma de futura unión. Qué feas, las misones cotillas de esta oenegé. Huelen a gestapo de pacotilla y resultan más cutres que Gracita Morales interpretando a Mata Hari, vedette del espionaje sicalíptico, en aquella españolada. Se espía a los críos para diagnosticar sus costumbres y luego moldear sus personalidades lavándoles el tarro en las aulas. Marzà, de pancartero espiritual de su lucha a subvencionero oficial con la pela de nuestros impuestos.

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