No es nuevo que la Francia taurina lleve ya mucho tiempo haciéndole quites oportunos, y hasta trascendentales habría que apostillar, a la Tauromaquia en general ... y muy particularmente a la de nuestro suelo patrio. El último, el más lucido, el de más quilates, del que la afición española debería sentirse orgullosa, tomar buena nota y no repetir pecados pasados, ha sido el referido a la recuperación de ganaderías que en su día brillaron en las ferias de postín y que, por exigencias mal interpretadas, estuvieron a punto de desaparecer.
A la afición francesa, que dicho sea con toda la intención por lo bien que lo está haciendo, hay que reconocerle como su principal valor, el haber sabido separar con meridiana claridad la paja de los intereses de los actores del negocio, del trigo de lo que para ellos es el disfrute del arte de la lidia. Si una ganadería no da la talla de sus exigencias, la orillan y, en cambio, si por el contrario sus toros ofrecen el espectáculo que les hace disfrutar, la reclaman. Poco les importa la romana y sí y mucho la casta.
Poniendo nombres y apellidos, hay que decir que de no haber sido por la afición del otro lado de los Pirineos, un encaste tan definido, tan reputado y tan presente en las grandes citas hasta mediados del siglo pasado, como era el de Santa Coloma, hoy una de sus ramas en manos de la familia Martínez Conradi, que lidia con el nombre de La Quinta, habría desaparecido. Toreros que lucen el marchamo de poderosos, porque lo son como El Juli, o artistas como Pablo Aguado, tienen en su haber señalados triunfos con esta divisa en tierras galas.
Parecido les pasa con los toreros. Para el público francés el hombre, el torero, sus cualidades, les importa tanto o más que el nombre. Su afición tiene como mérito haber ayudado a rescatar para las grandes ferias a espadas que aquí apenas lograban contratos. El último ejemplo, y qué ejemplo, ha sido el de Daniel Luque, a quien esta temporada lo hemos disfrutado en plenitud. ¿Aprenderemos?
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