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Repito el título de la columna que escribí el 19 de febrero de 2016 y lo haré tantas veces sea necesario contra una práctica que considero perversa y profundamente antidemocrática. Hostigar en su domicilio particular a un dirigente político, del signo que sea, no es participación ciudadana, no es libertad de expresión, es intromisión en su ámbito privado, afectando incluso a su pareja y a sus hijos, que pueden ser menores de edad, por lo que resultan especialmente protegibles. Los llamados escraches, aunque no vayan acompañados de violencia, me resultan repugnantes e inquietantes. Otra cosa son las manifestaciones pacíficas de protesta ante edificios públicos, eso sí que es el ejercicio de un derecho amparado por la Constitución.

Lo escribí en 2016 y lo vuelvo a hacer en 2017, y me da lo mismo si los acosadores son de extrema derecha o de extrema izquierda. Lo que denuncio es la práctica en sí, la intimidación como herramienta contra un político. No hay una superioridad moral de unos sobre los otros, no son mejores los escraches a los cargos del PP que los que tienen como víctima a la vicepresidenta del Consell, de Compromís. Ni aquéllos ni éstos están justificados y son igual de reprobables.

Mantener las formas, entender que la democracia es respeto al contrario, limitar el debate al intercambio de ideas, no es sólo una cuestión de formas sino de fondo. Quien hoy te regala un infantil y soez corte de mangas y sueña con lanzarte un zapato, mañana te insultará y pasado tal vez buscará la forma de hacerte daño físico, de agredirte. Los escraches son una moda que convendría desterrar cuanto antes, pero para ello lo primero es que no se establezcan categorías morales entre ellos. Los que hace años los aplaudían y fomentaban, incluso participaban en ellos, ahora se escandalizan cuando uno de los suyos pasa a ser objeto del acoso en su domicilio. Tan condenable es lo que ha sufrido Mónica Oltra como lo que en su día tuvieron que padecer Alberto Fabra, Rita Barberá, Francisco Camps, Esteban González Pons, José María Aznar o Cristina Cifuentes, por citar sólo algunos casos. Por ser del PP no tenían que soportar los gritos, los abucheos, el menosprecio, los puños crispados y los rostros desencajados por el odio de unos agitadores que por ser de izquierdas no son mejopres que los ultras que se plantaron ante la casa de la vicepresidenta. Lo bueno que tiene no creerse mejor que nadie ni revestido de una superioridad sobre el resto de los mortales es que puedes denunciar exactamente igual las acciones criticables de unos y de otros, de la extrema derecha y de la extrema izquierda. Y no te alegras por aquello de que prueben su propia medicina. Ése es un camino seguro hacia el enfrentamiento visceral.

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