Los milenials, o sea los que ahora tienen entre 30 y 40 años, no gozan de buena prensa. Se les supone atontolinados, más bien vagos, ... con escaso empuje y nula actitud, sin aspiraciones que les motiven demasiado y como adheridos a una eterna pereza que les lastra desde que despiertan hasta que se acuestan.
Existe, desde que el mundo es mundo, una tendencia generalizada que nos lleva a creer que la generación que viene por detrás no es sino un batallón de incompetentes y que nosotros, en cambio, sí somos muy listos. Así, los estudiantes de ahora son unos melones, los empleados de cualquier disciplina unos ingratos que sólo quieren cobrar y vivir de la sopa boba y, en general, cualquiera más joven que nosotros, un ser catastrófico que, pese a su inutilidad, sobrevive porque el buen Dios le protege. Nada nuevo bajo el sol, salvo ese desprecio hacia el otro porque no nos interesa, ni entenderle ni escucharle, que para eso nos anclamos en nuestra soberbia de sabelotodos. Pero sospecha uno que todo esto es falso. Gentes preparadas o personas con sesera de ameba las encontramos a todas las edades en proporción casi idéntica. Los milenials crecieron con internet, a lo mejor por eso les profesamos tanta tirria. Y los milenials, ese sector que usa las nuevas tecnologías sin complejos, acaban de descubrir las virtudes de honrado ahorro que mana de la bombona de butano y se han enganchado a esa mole achaparrada, pesada, fea y como nacida de la mente enferma de un científico loco pasado de tripi que ignoraba las esencias del depurado diseño molón. Esta unión entre el milenial y el butano revela que tan bobos no son. Pueden permanecer pegados, como casi todos por otra parte, al móvil, pero abrazan un artefacto del tiempo de nuestros padres porque les conviene. Cualquier día incluso se sueltan con chistes malos sobre butaneros...
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