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Que formamos parte de una sociedad cada vez más concienciada con cuestiones de sexo, género o raza y que eso ha permitido que colectivos silenciados durante años alcen la voz es algo que nadie duda. Como tampoco nadie duda de que nos invade una ola de corrección política que a más de un creador le ha ocasionado un problema, incluso penal. Ambas circunstancias ponen en el punto de mira cada día el trabajo de numerosos escritores, periodistas y directores.

En los últimos días se ha hablado mucho (y variado) sobre una iniciativa que se presenta en el festival de Sitges para asesorar a guionistas sobre el tratamiento en sus piezas de temas que tienen que ver con diversidad religiosa, feminismo o realidad LGTB. Entre otras razones ha nacido ante las protestas de distintos grupos sociales que no se sienten representados en la mayoría de relatos o que incluso se muestran molestos por el uso de estereotipos y lugares comunes exhibidos en algunas ficciones. Vaya por delante que pienso que los consejos casi nunca vienen mal, que cualquier asesoramiento resulta estimable y que es un recurso del que me consta echan mano a menudo un gran número de guionistas. Ahora bien entiendo las reservas con la que han acogido muchos profesionales esta iniciativa que propone «modificar obras» para incluir personajes más completos y que temen una simplificación a la hora de plantear los conflictos.

Igual lo que le hace falta a nuestra industria más que asesores es que se le dé la oportunidad a un mayor número de voces y, a poder ser, que estas sean más diversas. Que puedan contar sus propias historias y que no sea preciso intervenir en las de otros. Necesitamos más mujeres escribiendo y dirigiendo y a más productoras que se atrevan a financiar y a pelear por narraciones complejas, que se escapan de los estándares. Y menos despachos en los que los directivos echan atrás textos porque van firmados por autores «que nadie conoce», tratan asuntos «que pueden herir sensibilidades» o están protagonizados por intérpretes poco atractivos.

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