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Pocas cosas hay tan poderosas como la palabra. Por mucho que a menudo, abducidos por esa creación colectiva del amor romántico, nos empeñemos en defender el sumo valor de las miradas, los gestos y las sonrisas. Las palabras construyen nuestra realidad y la realidad se erige a través de ellas. Y sólo se le asemejan, en vigor, las imágenes. Nos hieren más que un golpe y nos deleitan mucho más que un buen beso. Su significado depende de ellas mismas -y las acepciones del diccionario-, de su contexto y, a veces, de un adjetivo o una entonación determinante. Pues no es lo mismo querer que amar, como tampoco lo es lastimar que machacar. O hurtar que robar. Ni mucho menos son sinónimos -ni jurídica ni popularmente- abusar que violar. Siempre he defendido en el caso de La Manada, como en muchos otros sin tan notable proyección mediática, que no me angustiaba o irritaba tanto el quantum de la pena, como sí lo hacía la calificación del delito y la terminología empleada en las dos primeras instancias. Tal vez por ello ya sea todo un lema de esta causa el tan gritado, proclamado y llorado: «no es abuso, es violación». Durante este tiempo las calles no han demandado, al menos no al unísono, una u otra condena. Ni nueve ni quince años. Ni 150 como a última hora apuntó el Alto Tribunal. Más allá de esos férreos defensores de la prisión permanente revisable. Quizá porque ciertamente duela mucho más el léxico que la sanción.

Pese a los detractores que reúno, soy de las que sigue confiando en la función de reinserción que ostentan las condenas de prisión. Aunque el devenir muchas veces me haga vacilar. Continúo creyendo en nuestro sistema Penal y Penitenciario, a pesar de las incontables y reincidentes deficiencias que acumula. En su competencia y su autoridad. Pero cada día menos en los individuos a los que ampara. La importancia de la sentencia del Supremo radica -dejando de lado todo lo relativo al ámbito legal- en la justicia léxica y la construcción social. Llamemos a las cosas por su nombre, pues que cinco tíos te penetren, por vía vaginal, anal y bucal, a la vez o por turnos, sin consentimiento sólo tiene un sustantivo y se llama violación. Aunque la víctima haya tardado tres años en poder escucharlo.

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