El espejo y las cortinas quedaron sumergidos en el lodo. Txema Rodríguez

Dolorosa crónica de un tiempo suspendido

Paiporta se ha transformado en el símbolo más reconocible de la dana, en el lugar donde los relojes parecen haberse quebrado para siempre

Txema Rodríguez

Valencia

Martes, 28 de octubre 2025

Quise volver a la casa en la que fotografié aquel calendario que mostraba la hoja abierta en el mes de octubre, un regalo de una ... asociación de amas de casa de Paiporta, con un par de anotaciones a lápiz en la cuadrícula correspondiente al día 10, jueves. A las 11 ginecólogo y a las 12 oncología. Había otro apunte ilegible para cinco días después. Anduve, antes de escribir estas líneas, varios días recorriendo las calles de ese barrio cercano al barranco intentando reconstruir el itinerario que hace un año me llevó hasta allí. Mi única pista era que en una de las fotos que tomé se ve un trozo de una de las dos ventanas que dan a la calle y tras los cristales aparece un fragmento de la verja que la protege; de modo que con la estructura de ese hierro forjado en la mente he buscado casa a casa y puerta a puerta hasta que una mañana, después de deambular por allí en muchas ocasiones, caí en la cuenta de que estaba ante el lugar que buscaba.

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Durante aquellos días de pesquisas recordé muchos momentos dolorosos, y también bellos, de ese tiempo pasado. Me detengo ante las puertas rotas, tapiadas, sucias, de aquellos hogares y negocios que no han logrado ser arrancados de la trampa del barro. Hay muchos otros arreglados, no se trata de fijarse sólo en la destrucción, lo sé. Pero no puedo esquivar a menudo la tristeza. Eso me lo nota Pilar, la peluquera, mientras hablamos a través de la ventana y maneja con precisión científica un cepillo curvo sobre los cabellos de una clienta. A ella se le ve fatigada de la pelea. La carnicería contigua cerró para siempre, ya no queda ninguna, y la zapatería de enfrente también. Me manifiesta, de un modo amable, su cansancio respecto al asunto de la inundación, «ya tenemos ganas de hablar de otras cosas».

La imagen de una boda desfigurada por el agua.

Luego me paro a charlar con un matrimonio de jubilados que viene de hacer la compra. Andan preocupados por todo lo que falta por hacer y me preguntan si me pueden ayudar en algo. Ojalá. Me miran con cierta sorpresa cuando les muestro el fragmente de la fotografía que, a su vez, contiene el detalle de verja. Y se despiden de mi cuando les digo que estoy buscando un calendario. Podría decirles que la encontré y que llamé al timbre, que la puerta de madera luce ahoracomo nueva y todo se intuye, a través de los visillos, limpio y arreglado. Pero nadie contesta y sigo deambulando sin saber muy bien qué hacer. Al día siguiente vuelvo y me meto sin darme cuenta por una dirección prohibida hasta que me para un chaval para advertirme: «No pasa nada, pero las señoras que están sentadas en las mesas de la terraza te van a reñir», explica. Le agradezco del detalle y doy la vuelta donde puedo intentando no molestar a nadie. Me doy cuenta de que hemos pasado mucho tiempo sin señales de tráfico y circulábamos por donde podíamos. Sin normas. Al margen de la ley. Ese día dejo el coche cerca de la estación del metro y sigo apuntando en un papel arrugado, en el que ya van faltando los espacios, las cosas que veo y oigo. La música, desde luego, es una sinfonía para radiales, taladros y martillos, sonidos que asoman desde muchos puntos a la vez y se combinan con el trasiego de furgonetas descargando todo tipo de materiales de construcción junto a contenedores de escombros, escaleras y cables. En los bares el ambiente se ve animado y las terrazas, con el buen tiempo, están llenas de personas desayunando o almorzando. Hay incluso un músico callejero con una flauta de pan cerca de lo que fue el Druni, hoy en ruinas, en los bajos del antiguo cine Avenida. En la puerta de una casa ofrecen a la venta patatas, cebollas y pimientos rojos, el balcón está decorado con una banderola de la cofradía de Nuestra Señora del Rosario. Por la esquina, girando hacia el barranco, pasa un hombre de más de cincuenta con una camiseta negra de Liam Gallagher. Hay dioses para todos. Me acerco a la funeraria Bort, rodeada por una cinta de la policía, y me asomo para comprobar que todavía queda en su interior ruinoso uno de los ataúdes que tenían a la venta; cerca, el eucalipto que sobrevivió a la riada, luce el tronco pelado pero contempla impasible el trasiego de camiones y excavadoras. He quedado con un amigo que trabaja en el ayuntamiento, Guillem, para que me ponga al día de las cosas oficiales. Las autoridades adoran los vasos medio llenos. Me explica que las arcas municipales nunca han tenido tanto dinero como ahora, más de doscientos millones de euros provenientes de todo tipo de ayudas y fondos, pero que ahora el problema es la gestión de ese capital, cómo dar salida rápida a los proyectos, agilizar la burocracia porque «la gente tiene prisa y los procesos administrativos son muy lentos, ten en cuenta que nos hemos quedado sin polideportivo, sin piscinas, sin auditorio...». Me asegura, y le creo porque hace mucho tiempo que nos conocemos, que se trabaja muy duro a pesar de la falta de manos. Hablamos un poco de todo y le cuento que hallé la casa que buscaba y voy a ver si esa mañana tengo suerte y alguien me abre la puerta.

El calendario de la cocina, con el tiempo detenido en octubre de 2024.

De camino me detengo a charlar con Isaac, «pon ahí que es como el hijo de Abraham y el inventor del submarino», un jubilado que como muchos otros echa la mañana ante las puertas del desbaratado ateneo.

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Tampoco hay suerte. Se me ocurre escribir una nota rápida en una hoja explicando el motivo de mi visita, apunto mi número de teléfono y dejo caer el papel en el interior del buzón. Por la tarde me llama una mujer de voz triste. Se queja, con razón, de que no se entiende mi letra y le explico que a principios de noviembre del año pasado estuve en su casa, un día que caía una lluvia abundante y gélida. En la acera, bajo el aguacero, había un hombre enfundado en un mono blanco limpiando el suelo con una de esas máquinas que lanzan agua a presión. Para que me crea le describo el espacio que ella conoce tan bien. Un espejo ovalado en la pared de la izquierda y unas cortinas blancas recogidas con un lazo que daban paso a un recibidor con un perchero de madera oscura y, a su lado, la fotografía de una pareja el día de su boda. Más adentro, en otro cuarto, el calendario. Se hace un silencio, «si, es mi casa», dice, pero «no estoy en un buen momento, perdona, vengo que de que me pongan la quimio».

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