Modernismo, la joya de la Comunitat Valenciana que aún pudo brillar más
Un estilo que dejó muestras espléndidas por toda la Comunitat, de Valencia a Alcoy pasando por Novelda, Castellón y otros rincones, pero sufrió la amputación de valiosos tesoros a manos de la piqueta
Dice el erudito Daniel Benito Goerlich que el modernismo en la Comunitat dispone de una muy acusada identidad, reflejada en las valiosas muestras que atesora ... de Valencia a Alcoy, pasando por numerosas localidades: las otras dos capitales de provincia, por ejemplo. A los casos de Alicante y Castellón se pueden sumar los ejemplos de espléndida arquitectura que custodian Nules, Novelda, Paterna... Aunque también añade el prestigioso experto en Historia del Arte una pertinente precisión: esa identidad propia del modernismo valenciano nace no sólo de la influencia cercana en lo geográfico y lo histórico de la vecina tierra catalana, por donde el modernismo entró en España. También obedece a lo que llama «interacciones» con otros territorios, un curioso fenómeno que activa sugerentes relecturas sobre cómo se implantó ese lenguaje artístico entre nosotros, aunque sin ensombrecer la certeza principal que esgrime Goerlich: esa personalidad propia que cada municipio de la Comunitat digiere según su particular ADN.
¿Por ejemplo? Por ejemplo, el caso alcoyano, observa Goerlich, «es diferente». «Por un lado hay una relación directa con Barcelona pero también con una línea arquitectónica local absolutamente determinante», señala. Y prosigue: «En el caso de Novelda, la influencia es directamente europea». Una anotación muy iluminadora viniendo de quien firmó en 2007 un imprescindible volumen donde se recoge el itinerario modernista por nuestros cuatro puntos cardinales: un encargo del Consell Valencià de Cultura que recorre toda la geografía de la Comunitat y arroja como resumen una doble conclusión. La primera, muy evidente, habla del enorme peso que el modernismo tuvo en nuestra historia y de cómo sus conquistas acompañan todavía hoy nuestros pasos, del Mercado de Alicante a la Estación del Norte de Valencia, pasando por la sede de Correos en Castellón. La otra conclusión es más sombría: víctima de la piqueta y del urbanismo feroz que arrasó, sobre todo en la época del desarrollismo del siglo pasado el paisaje compartido, la lista de bajas modernistas es casi interminable. El joyero donde se guardan todas esas memorables piezas aún podría brillar más.
El genio de arquitectos como Mora, Goerlich o Ribes consistió en saber que a la raíz del estilo se debía unir el respeto por la tradición local
Menciona el experto en las páginas de su libro algunas pérdidas especialmente dolorosas, irreparables. De hecho, la publicación puede leerse también según el código que fija Goerlich en su prólogo: cómo es necesario movilizar la conciencia ciudadana a través de esta clase de encargos editoriales para que al menos haya constancia del peligro que corren estas valiosas referencias de nuestro patrimonio. Y de paso sirve para recordar, al menos documentalmente, la desaparición «con tristeza e impotencia» de algunos elementos arquitectónicos por los que arroja una piadosa lágrima, sin salir de la ciudad de Valencia. Desde la Casa Giner, «obra maestra» a su juicio del arquitecto Luis Ferreres que se ubicaba en la esquina entre Sorní y Conde de Salvatiera, demolida en favor de la especulación reinante hace 50 años. O la Casa Burriel, alzada también en el Ensanche, que sufrió la amputación de algunos de sus detalles ornamentales más preciados ideados por su autor, el arquitecto Enrique Viedma. O la Casa Hernández, el edificio debido a Manuel Peris en Gran Vía Marqués de Turia, despojada su fachada del encanto que proporcionaban sus columnas, pilastras y otros adornos, hasta quedar por completo desfigurada. También padeció agresiones similares un edificio igualmente emblemático, la Casa Ferrer, el estupendo edificio modernista de la calle Cirilo Amorós, «obra cimera» en su opinión de este estilo en Valencia, que se resignó a la destrucción de las marquesinas de hormigón que embellecían sus tres fachadas. Un deterioro atroz, que abarca a otros monumentales hitos de un estilo que dejó con todo una memorable huella por la Comunitat y que aún pudo presentar un parte de bajas más sombrío: recuerda Goerlich apenado (aunque también aliviado) cómo llegó incluso a plantearse en algún momento el derribo del Mercado Colón...
Los puntos suspensivos son suyos pero incorporan al relato colectivo una compartida inquietud. Y son pertinentes porque cuando se le consulta al reputado especialista que resuma en cinco ejemplos sus favoritos de todas las muestras que el modernismo legó a la ciudad de Valencia, incluye desde luego el Mercado Colón, en muy buena compañía. ¿Cuáles son los otros cuatro ejemplos que más le llaman la atención? Dos tipologías domésticas y dos obras públicas, a las que dedica abundante espacio en su publicación; entre las primeras, la citada Casa Ferrer, el bellísimo edificio del corazón de Valencia, obra del arquitecto así llamado: un profesional natural de Xátiva, que construyó para su familia esa preciosa criatura que nos asombra aún hoy cuando cruzamos ante su graciosa estampa, más allá de la poda que padeció en algunas de sus piezas más acrisoladas. El otro edificio de viviendas que incorpora a su particular top5 se levantó no demasiado lejos, en Marqués de Turia: la imperial Casa Ortega, un estupendo trabajo del arquitecto Manuel Peris donde convive una impresionante monumentalidad (señal diferencial por cierto de un cierto modernismo), con el encanto sutil de los gestos ornamentales que perviven para nuestro disfrute. Es el caso de la delicada decoración que firmó el artista Joaquín Real en su fachada.
El modernismo en su lectura valenciana se distingue por «un ansia de modernidad unida al sentimiento mediterráneo lúcido y extrovertido»
A esos dos espléndidos ejercicios modernista añade Goerlich el Mercado Colón, la formidable creación de Demetrio Ribes que concita desde su construcción la admiración ciudadana y que sirve como ejemplo de las posibilidades que encierra para nuevos usos (como el actual gastronómico) la alta arquitectura, otra pareja de dotaciones públicas. La primera, el Asilo de Lactancia, una de las obras que acompañaron el nacimiento de la vecina Fábrica de Tabacos: un edificio nacido para dar servicio a las mujeres que trabajaban en efecto en la Tabacalera, que el arquitecto Ramón Lucini (de profusa obra en toda Valencia) proyectó en el estilo que distingue a otras construcciones elevadas alrededor de ese mismo espacio: un punto de la ciudad muy influido, como escribe Goerlich, por los hallazgos estilísticos que trajo consigo la Exposición Regional, un acontecimiento clave para Valencia en numerosos ámbitos y desde luego también para la arquitectura. Un canto colectivo al modernismo que influyó decisivamente en que este lenguaje se diseminara con profusión por la ciudad. Es el estilo propio de la quinta baza ganadora que menciona Goerlich preguntado por sus obras predilectas: la majestuosa Estación del Norte, que añade como al valor de su reconocida hermosura al de icono urbano.
Demetrio Ribes, su autor, puede estar satisfecho desde la posteridad donde duerme. A él y al resto de miembros de su generación (incluido el omnipresente Javier Goerlich) se debe que el modernismo nos haya regalado no sólo estas brillantes muestras arquitectónicas, sino también un intangible de enorme peso: la institución de un tipo de modernismo, valga la expresión, a la valenciana. Es una idea que la publicación del CVC enarbola con asiduidad en numerosas páginas: el argumento de que la Comunitat interiorizó de acuerdo con su propia mentalidad y coordenadas históricas las conquistas llegadas de fuera, a través de la mano de una serie de arquitectos formados según Goerlich en Madrid y Barcelona prácticamente a partes iguales. Una educación que ellos aplicaron en los encargos que recibieron en las tres provincias de acuerdo con un proceso de asimilación de la cultura valenciana, reflejado en el recurrente uso de técnicas y materiales muy arraigados entre nosotros: un fenómeno de «asimilación» de la identidad local en sus respectivas mentalidades que se observa no sólo en la ciudad de Valencia, sino en las demás localidades donde plasman su trabajo.
Por ejemplo, las espléndidas Galerías Colón de Orihuela, una creación del arquitecto local Severiano Sánchez, digna de París o Londres. O el Asilo de Sueca, la obra de Buenaventura Ferrando que hubiera hecho feliz a Antonio Gaudí. O la Casa Botella de Xátiva, un encargo del industrial así apellidado donde también habita el genio de Demetrio Ribes y permite a Goerlich esgrimir esa teoría de cómo lo mejor del modernismo se materializa en la Comunitat y alcanza la excelencia cuando añade la tradición arquitectónica valenciana.
El caso más evidente de esta tesis reside en Alcoy. Cada año, la localidad presume de su condición de núcleo modernista durante una semana que sirve para poner de relieve este signo tan característico de su historia, al que Goerlich cubre de elogios. Detalla la riqueza de las tipologías repartidas por la ciudad, anota referencias tan espléndidas como el puente de Sant Jordi o la iglesia del mismo nombre situada en su vecindad y se maravilla del encanto que luce en edificaciones como su Círculo Industrial, admirable obra de Timoteo Briet. Y añade un factor que ayuda a entender el triunfo del modernismo en toda su extensión y también en el caso de la Comunitat: la coqueta confitería El Túnel, ejemplo del sello popular que alcanzó este estilo, hasta el punto de que brilla incluso en ramas de la actividad tan cotidianas como el comercio. «Modernidad y belleza artística» de la mano, la prueba definitiva del dictamen que vierte en su obra: una burguesía enriquecida como detonante, unos hallazgos técnicos que alteran todo el arte constructivo, un léxico que trasciende la arquitectura... Un ideal que llega a la arquitectura doméstica y la asistencial. «Un ansia de modernidad unida al sentimiento mediterráneo lúdico y extravertido», concluye.
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