Se vende (o alquila piso); razón, portería. Unas palabras que integran un cartel mil veces visto paseando por Valencia, que alcanzan todo su sentido cuando ... ese piso que se vende (o se alquila) tiene como inquilino al propio portero con su familia. Se trata de una tipología de vivienda muy arraigada entre nosotros, hija del tipo de construcción que durante el siglo pasado disponía de esta clase de dependencia en tantas y tantas fincas. ¿Cuántas? Imposible saberlo, al menos en la capital de la Comunitat. Se trata de una franja del mercado inmobiliario que permanece más o menos invisible, que procuraría sin embargo un impacto de consideración si abandonara esa condición fantasma y esos pisos se pusieran al alcance de quienes los quieran comprar (o alquilar).
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Una hipótesis que dibujaría otra Valencia, al menos en el ámbito de la vivienda: casas en buen estado, ubicadas en fincas de relieve, céntricas la inmensa mayoría, que saldrían a la venta y haría más sencillo cumplir el sueño de quienes, como una pareja valenciana que se hizo recientemente con un piso en la calle Maestro Sosa, disfruta ahora de su vivienda en el corazón de la ciudad, con vistas por cierto de ensueño: era habitual que la vivienda para el portero se ubicara en la azotea, a veces ganando ese espacio a una altura adicional que no figuraba en el plano. Una exitosa manera con que la comunidad de vecinos se aseguraba que la finca se custodiara con el tipo de celo que garantiza un portero dedicado en cuerpo y alma al cuidado de un edificio… donde también vive con su familia.
Portero, atención, y no conserje. En este ámbito es clave entender que la terminología que manejan los profesionales del ramo ayuda a aclarar que un conserje es un trabajador que presta servicios en una finca urbana con un horario reglado, que cuando concluye se marcha a su casa. En el caso del portero, ese horario también se cumple en sesiones de mañana y tarde, pero con la particularidad que concluida la jornada laboral, se marcha también a su casa… que está alojada en el mismo inmueble. Su vivienda ocupa un tercer apartado dentro del misterioso censo de las dedicadas a este destino repartidas por Valencia: José Guerrero, responsable del gremio, calcula que sólo el 20% de los 1.500 trabajadores del sector que se distribuyen por la capital ejercen funciones de portero. Es decir, que por la ciudad se reparten unas 300 casas ocupadas por estos empleados, que suelen radicar en los distritos más nobles. Esta cifra da una idea aunque sea aproximada del censo total, porque los otros dos capítulos son un misterio: cuántas hay en total, estén vacías porque el anterior inquilino abandonó su trabajo y la comunidad de propietarios no encontró sustituto ni para él ni para la vivienda, o estén ocupadas porque se han rehabilitado como es el caso de la casa de Maestro Sosa, cuya nueva vida también se explica porque detrás de su reinvención se encuentra la mano de un arquitecto, Fran Silvestre.
A Silvestre, esta clase de viviendas le llamaba poderosamente la atención. Es fácil adivinar por qué: su excelente ubicación y esa propensión de la mayor parte de ellas a alojarse en la cúspide de cada finca, lo que asegura vistas envidiables y una autonomía superior. Era menos habitual, aunque hay casos, que estas casas se alojaran en plantas bajas o en el entresuelo; lo más común es que, como en el caso de Silvestre y su familia, ese coqueto espacio rematara la finca y proporcionara ancho margen para que su imaginación hiciera el resto. De esa inquietud por hacerse con una casa de estas características da cuenta que su mujer María se instalara una alerta en el móvil que le avisara de que había alguna disponible. El ingenio fructificó. Hoy disfrutan de este señorial piso, al que se accede como es el caso de otros mediante unas escaleras adicionales que instaló la comunidad de vecinos a la vista de que el ascensor se quedaba en la planta anterior: un pequeño incordio asumible cuando, a cambio, se goza de un piso que no es cualquier piso. Tiene algo de fortaleza. Y activa en Silvestre esta reflexión de fondo: «En Valencia, la posibilidad de transformar antiguas porterías o espacios comunitarios infrautilizados en viviendas es un tema cada vez más presente en el debate urbano».
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Silvestre observa que «desde un punto de vista legal, estos espacios son elementos comunes y su segregación exige la aprobación de la comunidad de propietarios, puesto que supone modificar el título constitutivo del edificio». «Además», prosigue, «la normativa obliga a que la nueva vivienda cumpla con las condiciones de accesibilidad y habitabilidad actuales, lo que implica actuaciones técnicas como prolongar el ascensor hasta la cota de acceso, garantizar la correcta iluminación y ventilación natural o adaptar la fachada y las ventanas a los estándares energéticos vigentes». ¿Conclusión? Para el reconocido arquitecto, «estas exigencias, lejos de ser un obstáculo, pueden convertirse en una oportunidad compartida tanto para la ciudad como para las comunidades de vecinos». Porque Silvestre esgrime que Valencia «dispone de un amplio parque de porterías y trasteros que hoy permanecen vacíos o en desuso, y su rehabilitación permitiría crear vivienda en zonas ya consolidadas sin consumir más suelo, algo especialmente relevante en un contexto de escasez residencial».
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Una tesis que enlaza con otras expresadas desde distintos agentes del sector: es el caso de Sebastián Cucala, presidente del Colegio de Administradores de Fincas, quien abunda por cierto en esa misma impresión expresada por Silvestre: que en efecto Valencia dispone de un elevado número de casas de esta naturaleza pero que conocer su número exacto es misión imposible. Tampoco otros colegios profesionales consultados (Notarios, Registradores) aportan datos al respecto. Desde el Colegio de Arquitectos de la Comunitat, su decano Salvador Lara, sí que apunta que un plan datado en el año 1966, que duró hasta 1989, significó un impulso para esta clase de edificaciones porque «permitía elevar en terraza 60 metros cuadrados útiles sin computar edificabilidad», de manera que se generaba un espacio muy útil para ese fin de alojar al portero y su familia, convertido con el discurrir de los años en un apetecible nido para cualquier valenciano.
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Pero los arquitectos, como otros colectivos, también carecen de información sobre las dimensiones de ese parque invisible de pisos, aunque Cucala sí que anota que los hay que se han reconvertido con el paso del tiempo en dependencias auxiliares para los vecinos de cada finca, desde sala para reuniones, trasteros a almacenes y otros usos análogos. También recuerda que hace años esta reconversión todavía se complicaba más porque la ordenación legal exigía que, en caso de venta, todos los vecinos debían acudir al notario para avalar uno por uno la transacción. Salvado ahora este trámite, puesto que con la firma del presidente y un certificado de los demás vecinos vale para activar la operación, sobreviven sin embargo otros escollos que impiden que ese parque de viviendas llegue al mercado: el principal, la obligación de unanimidad vecinal que se podría superar a su juicio con una modificación legal que no parece complicada: incluir en la ley de propiedad «una excepción» para que bastara con la aprobación de la mayoría de propietarios «y que el destino de los fondos que se obtuvieran fueran para obras de mantenimiento del edificio».
Sí que percibe Cucala que, pese a tantas disquisiciones legales, «en los últimos quince años» nota su Colegio un incremento de operaciones de esta índole: un complejo proceso burocrático a cuyo término el bien (la casa del portero) pasa de ser un elemento común de la comunidad para convertirse en bien privativo, activa su salida al mercado y los propietarios se encuentran con una jugosa derrama que se dedica a invertir en el propio edificio. «Son casas de los años 60 o 70, algunas incluso anteriores, y claro que tienen necesidades urgentes de reparación», dice.
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Un hilo argumental que Fran Silvestre hace suyo. A su juicio, rehabilitar estas casas de porteros encarna una evidente oportunidad para las comunidades de vecinos. Y añade: «La adaptación de la cubierta trae consigo una mejora estructural para todo el edificio, que reduce la factura energética». Es el caso de una intervención reciente en una finca de Marqués de Turia, donde readaptó el piso como oficina, según un código constructivo innovador que resume con estas palabras: «Lo que parece un trámite complejo puede transformarse en una estrategia de beneficio mutuo: nuevas viviendas para la ciudad, ingresos para las comunidades y edificios mejor cuidados y más sostenibles».
Portero y también vecino: el privilegio de habitar un piso con terraza en el centro de Valencia
Desde primera hora de la mañana, Ximo Civera permanece cual soldado en su garita, alojada en el número uno del Paseo de la Alameda. Es uno de los escasos porteros que todavía resisten en Valencia, legatarios de una clase de desempeño profesional que fue habitual hasta no hace tanto, pero que ha observado un cierto declinar. Vaya usted a saber por qué, parece decirse el propio interesado, porque las condiciones de trabajo tienen algo de envidiable. A saber, un horario de 9 a 2 y de 5 a 8 («Aunque si me necesita cualquier vecino a otra hora, sabe que me tiene disponible», apunta) y unas obligaciones que asume de buen grado (limpieza, control de accesos y mantenimiento), más llevaderas en su caso porque el trato con los vecinos a quienes cuida «es muy bueno». «Son 35 puertas y con la mía 36: soy un vecino más», dice, a propósito de un detalle, desde luego nada menor, que distingue su actividad: a cambio de su trabajo no sólo se lleva un salario: también disfruta (y este verbo es el apropiado) de una vivienda en uno de los barrios más señoriales de Valencia. Y no es cualquier vivienda: ocupa la azotea del edificio, lo cual garantiza vistas de ensueño. «Desde la terraza se ve la ciudad entera», certifica. Ximo se explica sin cesar en su cometido de vigilancia, porque mientras habla, con el rabillo del ojo no pierde detalle de cuanto ocurre a su alrededor: no por casualidad la portería opera como motor de la finca y nada por lo tanto le es ajeno. Saluda a los vecinos, se encarga de que el reparto de paquetería discurra en orden y mantiene en perfecto estado de revista el portal y el resto de zonas comunes. Una especie de zar de Alameda, 1, el destino al que llegó por esos azares de la vida. Vivía con su pareja, Eva, en Torrent, de donde ella es natural, cuando un conocido le puso en la pista de la comunidad de propietarios, que buscaban a alguien que se encargara de esa tarea tras la jubilación del anterior responsable. Una ocupación que a Ximo le vino entonces por cierto estupendamente: andaba el hombre desempleado, así que no se pensó la oferta demasiado tiempo. Han pasado ya 13 de los 49 años que reza su carné de identidad, para su entera satisfacción, porque se hizo con el puesto y se hizo también con ese valioso bien que llevaba adherido: la vivienda que corona el piso superior. Su hogar, donde nacieron sus dos hijos, Carmen y Joaquín, enclavada en un aristocrático rincón de Valencia: «Es una de las mejores zonas, tenemos colegio al lado, comercio, el centro y el río a un paso… Es un privilegio». Un privilegio que suma al de vivir en un piso que describe con entusiasmo: 65 metros, salón-comedor, cocina, tres habitaciones, un baño recién reformado... Y responde que no: que no se le hace raro residir en una casa de estas características, «aunque al principio» sí que notaba alguna extrañeza. «Pero te acabas acostumbrando», afirma, «y te acomodas y te acaba gustando, claro. Estamos muy contentos». Ximo se despide bromeando con los curiosos que se fijan en él mientras le toman las fotos para este reportaje, atiende luego a un vecino y apunta hacia dos fincas cercanas, donde dos compañeros ejercen la misma función. ¿Se ve aquí más tiempo? Ximo asiente: «No tengo ninguna queja con los vecinos. Ellos creo que están a gusto conmigo y yo también lo estoy».
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