El Colegio con las mejores vistas de Valencia
PIEDRAS QUE HABLAN ·
La sede de los registradores se ubica en la esquina de la plaza de la Reina con la calle San Vicente: un privilegiado emplazamiento en un hermoso edificio muy vinculado a la historia ciudadana y comercialUna radiante mañana de invierno, el sol crepita contra la plaza de la Reina y despide sus rayos para iluminar los edificios circundantes. Uno de ... ellos llama especialmente la atención, por su privilegiado emplazamiento (esquina a la calle San Vicente) y porque además luce una estampa hermosísima. Es una finca de estilo monumental, con un sinfín de detalles decorativos que acompaña los pasos de cada valenciano desde 1895: una obra acometida por iniciativa de una vecina de aquella Valencia finisecular, Josefa Sancho, quien encargó al maestro de obras Lucas García Cardona, que construyera para ella este magnífico inmueble tan asociado a nuestra historia. A la ciudadana y también la comercial, porque fue el emplazamiento elegido por la familia Campoy para ubicar en su planta baja y su primer piso el legendario establecimiento 'La isla de Cuba' y es ahora el hogar de otra marca de postín, Loewe. Y es también la casa de otra entidad menos conocida en el imaginario popular, aunque de acusada importancia: el Colegio de Registradores. Una institución que puede presumir de gozar de unas vistas inmejorables: desde un balcón de su sede la imagen de la plaza de la Reina, con la catedral al fondo y la coqueta calle de La Paz a un costado, equivale a una postal donde se deposita lo mejor de Valencia.
Carlos Orts Calabuig, decano del Colegio, apunta precisamente hacia ese valor intangible como uno de los principales tesoros que custodia la institución, propietaria desde el año 2006 este deslumbrante edificio que tantas encarnaciones ha conocido a lo largo de su historia. Una finca de planta baja más cuatro alturas, en cuyo nivel cero se aloja en efecto Loewe desde finales de año pasado. Los registradores comparten con la firma de moda una planta en el entresuelo que vemos mientras recorremos su sede desde arriba hacia abajo: sobre nuestras cabezas, el hueco de la impresionante escalera se remata con el logo del Colegio. A nuestros pies, un encantador trayecto por los aproximadamente cien metros por planta en que se reparte el espacio que comparten las seis personas que componen su plantilla, que vinieron hasta aquí desde la anterior sede en la calle Pintor Peyró cuando comprobaron que se quedaba pequeña para sus necesidades, cada día más exigentes. «Ahora tenemos más espacio y podemos cumplir con las funciones colegiales a nivel corporativo», señala Orts. El edificio acogió también en su momento otro comercio emblemático de la ciudad, los Almacenes de la Viuda Roca, y pasó luego a manos de una entidad bancaria, Caja Madrid, antes de la operación que permitió a los registradores ocupar este magnífico espacio y dotarse de las comodidades que vamos observando en nuestro itinerario.



Por ejemplo, las salas donde los colegiados más veteranos preparan a los novatos para que se sometan a las oposiciones de rigor. O su confortable salón de actos, las estancias administrativas, la biblioteca, la sala de juntas… Dependencias en espléndido estado de revista, que dejan noqueadas a las visitas, sobre todo cuando se asoman a sus ventanas y balcones, que conservan la estupenda carpintería original y garantizan por cierto una acústica perfecta: aquí reina un silencio conventual, que dota de magnificencia al inmueble, levantado por cierto en estilo ecléctico. «Cuando viene algún conferenciante de fuera, se queda anonadado», confirma Orts.
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Se entiende ese impacto. El edificio impresiona porque a su hermosa fisonomía añade una carga sentimental muy cara a todo corazón valenciano: aquí se ubicó, como recalca el decano, el primer semáforo de la ciudad y aquí se detiene todavía nuestra mirada cuando nos fijamos en los sutiles elementos ornamentales que abrillantan el conjunto. Las sutiles azulejerías, el hierro fundido de algunas columnas que aún resisten, su alero de madera… O las figuras serigrafiadas que recorren el ancho de su fachada, esas simpáticas bacantes que ahora danzan en honor al Colegio que las acoge. Un icónico chaflán que honra a la mejor arquitectura de su tiempo y obliga a sus actuales propietarios a preservar sus cuidados, obligados además por la regulación que lo etiqueta como bien de relevancia local. «Cualquier obra, aunque sea menor, tiene que pasar por el visto bueno de patrimonio», señala Orts.



El trayecto concluye en la monumental puerta de acceso, emboscada en la orilla hacia la calle La Paz, camuflada por la similar decoración de la fachada que distingue también a los nuevos vecinos de Loewe. Es un portal de singular encanto, en la misma línea del resto del edificio. Suelos inmaculados, la esbelta curva que traza la escalera de madera en su arranque, graciosos detalles decorativos (como los simpáticos pomos de la puerta o la doble ventana de algunos de los vanos): cuando se abre, de nuevo reaparece ante nuestros ojos ese valor consustancial al edificio que lo hace tan especial. Las vistas.



El radiante sol del mediodía sigue brillando en el cielo azul limpísimo y allá al fondo la elegante silueta de Santa Catalina (y la tentadora chocolatería aledaña) remata esta imagen de ensueño que figura entre los principales atributos del Colegio. De fondo palpita otro activo de indudable valor: su traslado hasta la plaza de la Reina permite que reviva un edificio asociado como pocos a la biografía de Valencia. El Colegio ha hecho magia: resucitar para la vida ciudadana un hermoso capítulo de nuestra historia.
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