Mongolia despierta
Ulán Bator, la capital más fría del mundo, sufre una terrible polución y alberga enormes desigualdades. «Las postales son todas de la misma plaza»
CARLOS BENITO
Jueves, 23 de enero 2014, 02:30
En Mongolia, es un ejercicio casi inevitable pensar qué le parecería todo a Gengis Kan si levantara la cabeza. Para empezar, seguro que se sorprendería por lo pequeño que es el país: en realidad es enorme, claro, el equivalente a tres Españas para unos tres millones de habitantes, pero a su muerte en 1227 ni siquiera era un simple estado, sino un joven imperio en expansión. Entonces llegaba desde el Pacífico hasta el Mar Caspio, con una superficie que más o menos duplicaba la del imperio romano, y todavía habría de alcanzar más allá, hasta Hungría y Polonia. Al Príncipe Universal le disgustaría saber que los mongoles ya no inspiran temor en todos los confines por su ejército de cien mil jinetes portentosos y veloces, sino que se han convertido más bien en una nación olvidada, un vestigio emparedado entre dos gigantes de la historia reciente como Rusia y China: tiene una frontera de 3.485 kilómetros con la primera y otra de 4.677 con la segunda, que trazan su forma de corazón de Asia.
Pero, al menos, antes de que se vuelva al sitio desconocido donde lo enterraron, podremos contar al desazonado Gengis Kan que Mongolia muestra en los últimos años una pujanza insólita. Es, de hecho, la economía mundial que más ha crecido en los últimos tiempos: un 17,3% en 2011, un 12,3% en 2012. Los analistas confían en que va a tardar solo una década en doblar su producto interior bruto, e incluso hay algunos que consideran demasiado prudente esa estimación. La clave de esa riqueza rápida e inesperada está en el subsuelo, por debajo de la vasta monotonía de la estepa y el desierto de Gobi. Ahí se esconden las reservas de cobre, oro, carbón, molibdeno, fluorita, uranio y tungsteno, entre otras materias primas codiciadas por la minería de todo el planeta. Actualmente, este sector ya acapara el 81% de las exportaciones, pero la proporción está yendo a más: en julio empezó a producir la gigantesca explotación de cobre de Oyu Tolgoi, en el Gobi, controlada por la multinacional Rio Tinto, que se suma a otros yacimientos emblemáticos de esa misma región, como la mina de carbón de Tavan Tolgoi.
«Mongolia es un 'país sandwich'. Está entre dos grandes potencias, y eso implica muchas oportunidades pero también muchos riesgos de dependencia excesiva. El país tiene que trabajar: Mongolia estuvo bajo el dominio soviético hasta hace poco más de 20 años. Eso se ve reflejado en las infraestructuras, las ciudades, la idiosincrasia y la mentalidad de la gente, que determina también la cultura empresarial», analiza Alaia Tellería, una joven donostiarra que lleva siete meses en Mongolia, entrevistándose con políticos y ejecutivos para confeccionar una guía destinada a inversores. Alaia responde desde Ulán Bator -esa es la ortografía preferida por la RAE, aunque los mongoles escriben Ulaanbaatar-, la capital nacional más gélida del mundo: «Este está siendo el invierno más caluroso en 40 años: hoy estamos a 16 bajo cero, aunque lo más frío que yo he experimentado han sido 36 bajo cero. Lo bueno es que siempre hace sol, porque a Mongolia la llaman 'la tierra del infinito cielo azul'; lo malo, que queman carbón para calentarse y la contaminación es horrible».
Ulán Bator ha doblado su población en quince años, en un éxodo rural alentado por el cruel invierno de 2009, que mató a seis millones de cabezas de ganado. Las leyes, pensadas para un pueblo nómada, permiten a los ciudadanos apropiarse de cualquier parcela libre, de modo que las gentes del campo llegan a la capital y plantan allí su 'ger', la tienda que les ha servido tradicionalmente de hogar. A juicio de Alaia, el nomadismo ha marcado el carácter de los mongoles: «Son en general flexibles, improvisan y no se preocupan ni se estresan ante situaciones con las que nosotros nos tiraríamos de los pelos. Tampoco tienen el sentido de la propiedad tan desarrollado».
Los más optimistas aciertan ya a ver en Mongolia la futura «Arabia Saudí del Asia Central». Los signos de la nueva economía resultan visibles en el centro de Ulán Bator, un cogollo occidentalizado donde asoma el lujo: allí se pueden hacer compras en tiendas como Louis Vuitton, donde se exhibe una silla de montar adornada con piedras preciosas y provista de un coqueto recipiente para el caviar, y también cenar en caros bares de sushi o alojarse en suites de 2.500 euros. La revista 'Cosmopolitan' vio que había mercado y decidió hace cuatro años lanzar una edición mongola. Otro emblema de los tiempos de prosperidad se alza a unos 50 kilómetros de la capital, donde se está levantando una escultura de Maitreya, el Buda del porvenir, que medirá 54 metros, ocho más que la Estatua de la Libertad. El proyecto, que se concluirá en 2020, incluye también una grandiosa estupa, un parque, un hotel, un teatro, un zoológico y varias salas de meditación, con un coste que superará los 150 millones de euros.
El Ferrari y los 'niños rata'
Pero, para quienes conviven con los mongoles más humildes, esos alardes son poco más que un espejismo. Es el caso de Álvaro Saiz, un vizcaíno que protagonizó una de esas iniciativas humanitarias que invaden el terreno de lo poético: en 2012 condujo una ambulancia cargada de juguetes desde su pueblo, Galdakao, hasta la mismísima Mongolia. Comprobó que en aquellas tierras remotas hacía falta mucha ayuda, así que regresó al año siguiente y se quedó siete meses, que le dieron para construir unas viviendas y unas duchas públicas. Ahora está pasando aquí el invierno, pero ya ha fijado su residencia en el país asiático, algo que solo han hecho 34 españoles en toda la historia. Él conoce la Mongolia de los huérfanos, de las infecciones con secuelas, de los 'niños rata' que huyen del frío en las alcantarillas, abrazándose a las tuberías más calientes. «Las postales de Ulán Bator son todas de la misma plaza, enfocada desde distintos puntos, y parece una ciudad nueva. Pero se trata solo de cinco manzanas: el resto de la ciudad son colinas repletas de 'gers', la inmensa mayoría sin agua corriente», explica.
En las pretensiones de la élite se pueden detectar incluso algunos rasgos cómicos. «Hay un tío que tiene un Ferrari. Le llamamos 'el del Ferrari'. Se pasa toda la tarde dando vueltas por las tres o cuatro calles donde puede circular. También hay una banda de moteros con Harley Davidson, a los que escolta la Policía. Los mongoles están descubriendo cómo es la vida en otros países y la intentan imitar, pero no acaban de lograrlo: los moteros, por ejemplo, van muy exagerados, parece que se hayan hecho todos los tatuajes de golpe», comenta. La Mongolia de Álvaro es otra: él trabaja con la ONG La Otra Mirada (en internet, www.laotramirada.info) y vive en un 'ger' en Nalaikh, una localidad de unos 30.000 habitantes. Sus vecinos de parcela son una pareja y sus cinco sobrinos huérfanos. «Tengo un amigo chileno que trabaja en la minería y vive a lo grande, en el barrio de los expatriados de Ulán Bator. Cuando lo llevé a que conociera el sitio donde estoy yo, no paraba de llorar, no entendía cómo había podido permanecer tanto tiempo en su burbuja. En Nalaikh -detalla- hay una mina de carbón que abandonaron los rusos. El mineral no se podía exportar, porque era radiactivo, pero los del pueblo se cuelan por los respiraderos en las galerías sin apuntalar. Allí les llaman 'ninjas', y todos los años mueren diez o quince. A ver cómo les explicas que ese carbón no se debería quemar».
Mongolia, el país de los nómadas, plantea serias dificultades a la hora de deslindar qué son rasgos de su cultura tradicional y qué son síntomas de atraso. El cónsul general en España, Sergio Vega, hace hincapié en esa frontera delicada, que también es el punto donde pueden colisionar la Mongolia eterna, inalterada durante siglos, y la nueva Mongolia, impaciente e impetuosa: «El nómada que ve el desarrollo de la capital probablemente decida irse allí, pero seguirá teniendo claro el valor del nomadismo, que no es una acción circunstancial sino un modo de vida. Estará en la ciudad, pero seguirá siendo nómada. En Kazajistán o Uzbekistán, por mucho que se diga, no hay nómadas, o como mucho hay nómadas de fin de semana: los mongoles, en cambio, han mantenido su cultura, de la que se sienten orgullosos». Vega apunta que el país tiene sus problemas, que aún queda mucho por hacer, pero también cree que existe cierto despiste en nuestros baremos para medir el desarrollo: «Mongolia siempre ha sido un país rico. Tener 17 cabezas de ganado por cada ser humano no es ser pobre, y desde luego ellos nunca se han sentido como tales. A nivel estadístico, había menos analfabetos que en España. Podemos decir 'pobrecitos, ahí, entre pieles', pero debemos recordar que muchos lo hacen por no abandonar su modo de vida tradicional».
Si Gengis Kan está escuchando todavía, se sentirá por fin complacido: él fue el emperador que detestaba los lujos, convencido de que otros pueblos habían sido castigados por sus extravagantes despilfarros. En una carta a un monje taoísta, escribió: «Yo visto las mismas ropas y como los mismos alimentos que los pastores de vacas y los cuidadores de caballos».