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El 'dream team' de la lírica, en tiempo de descuento

Aquella escuadra española irrepetible, que conquistó Milán, Viena, Nueva York y Bayreuth, derrochaba «personalidad y hambre de éxito»

ISABEL URRUTIA

Domingo, 15 de febrero 2015, 00:07

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¿Cinco años? ¿Quizás alguno más? No más allá de 2020, según los agoreros. Así es la vida. Para entonces muy probablemente hablemos del 'dream team' de la lírica española en pasado. Muchos se han retirado (o fallecido) y otros, como Josep Carreras y Plácido Domingo, apuran la recta final de su carrera profesional con una dignidad y una energía a la altura de su fama. El primero acaba de cumplir 68 años y el segundo soplará 74 velitas el próximo 21 de enero. Son los últimos de su estirpe y se resisten a tirar la toalla. Lo tienen todo para aguantar el tipo hasta el final dentro y fuera de los escenarios. No solo no han perdido ni un ápice de carisma, sino que se mantienen tan exquisitos en el trato como siempre, divertidos y con más paciencia que un par de santos, de lo contrario no podrían aguantar a las 'psicofans' singularmente atosigantes, capaces de pedirles en matrimonio una y otra vez. Verídico. La ópera es un mundo aparte. Por fortuna, no todas las aficionadas pierden la cabeza hasta ese punto ante las primerísimas figuras de la lírica.

Carreras y Domingo forman parte de una escuadra irrepetible que llegó a tener el mundo a sus pies, entre los años 50 y los 80 del pasado siglo, mucho antes de que la Roja o Rafa Nadal presumieran de triunfos y orgullo nacional, como paladines de la 'marca España'. Al igual que ocurre con el fútbol, la presencia catalana resulta muy significativa: 4 de los 10 cantantes de esta hornada legendaria (Victoria de los Ángeles, Montserrat Caballé, Jaume Aragall y Josep Carreras) nacieron en Barcelona. Un quinto, Joan Pons, es natural del municipio menorquín de Ciudadela, donde estuvo a punto de quedarse para seguir la tradición familiar de patronista de zapatos en la fábrica Novus.

«¡La de alegrías que nos han dado! Yo entrevisté a casi todos y puedo decir que se confirma el dicho: 'cuanto más profesionales, más sencillos'. No tenían rarezas ni caprichos», alaba José Antonio Solano, miembro de AMAK (Asociación de Amigos de Alfredo Kraus). O sea, nada que ver con las explosiones temperamentales de Maria Callas, capaz de dejar plantado al público en mitad de una representación. Ni con los arrebatos eróticos -muy reales, visibles y nada teatrales- de Ramón Vinay cada vez que interpretaba el papel de Otello y se acercaba a la cama de la pobre Desdémona...

El 'dream team' de la lírica española estaba formado por gente apasionada pero templada. Acostumbrados al sacrificio y las privaciones, «se les veía con hambre de éxito, tenían una ambición y personalidad absolutamente arrolladoras», recuerda el prestigioso crítico musical José Luis Téllez, comentarista durante años de las retransmisiones de ópera en TVE, Radio Clásica y RNE, además de articulista en la revista 'Scherzo'.

Un químico llamado Carreras

Todos ellos vinieron al mundo entre 1923 y 1946, sin más caudal que un chorro de voz privilegiado. Crecieron en hogares modestos, pegados a la radio y leyendo tebeos (o haciendo punto de cruz y soñando con la Mariquita Pérez), con el lujo del cine de los fines de semana. Nada más. Salvo Plácido Domingo, hijo de cantantes de zarzuela afincados en México, el resto no tuvo la suerte de crecer en un ambiente que alentara su vocación desde la cuna. Eran tiempos de tarjetas de racionamiento, desahucios y emigración. Si querías dedicarte a la ópera había que ponerse un cuchillo entre los dientes y pelear a muerte. Figuradamente, claro. «Mucha gente te miraba como a un marciano», recuerda con tono risueño Carreras siempre que se le recuerdan sus inicios. Duros, muy duros, como los de todos.

A él, por ejemplo, le tocó compaginar los estudios de canto con la carrera de Química en la Universidad de Barcelona durante dos años y ayudar en la empresa de cosméticos que regentaban su hermano y su cuñado, antes de poder ganarse la vida como cantante. Daba igual que hubiera sido un niño prodigio, que había debutado con 11 años en el Gran Teatre del Liceu como protagonista de la ópera 'El retablo de maese Pedro', de Falla, para luego participar en dos temporadas más, en 'La Bohème' y 'Amunt'. Lo más importante era asegurarse un porvenir y arrimar el hombro cuando la familia lo necesitaba.

Carreras era hijo de una peluquera y un maestro republicano represaliado, que tras la Guerra Civil no tuvo más salida que postular a una plaza de policía de tráfico. Habían probado fortuna en Argentina y Paraguay pero aquella aventura fugaz se saldó con más frustración y precariedad. No eran tiempos de soñar con castillos en el aire. Y, pese a todo, su madre siempre había confiado en sus facultades artísticas. Estaba convencida de que era un genio. Murió de cáncer cuando su benjamín tenía 18 años y lo último que le dijo fue: «Lucha por lo que crees». El chico le hizo caso. A los 28 años, ya había triunfado en La Scala de Milán, el Metropolitan de Nueva York, el Covent Garden y la Ópera de Viena. Era capaz de aprenderse once papeles en dieciséis meses. Y encima, sin perder la modestia: «No sé si tendré mucho talento, lo que tengo son muchas ganas y mucha suerte», sostenía muy serio en aquella época, cuando ya era el tenor favorito de Karajan.

Tampoco le faltaba tesón al tenor andaluz Pedro Lavirgen, un licenciado en Magisterio que hasta los 29 años ejerció de profesor en una escuela de Madrid y cantaba todas las mañanas en funerales. Cada vez más pálido por el hambre canina que sufría en los largos y crudos inviernos, porque el dinero entonces no le llegaba para comer caliente. Apretó los dientes y aguantó hasta que le dieron una oportunidad para saltar a escena en la ópera 'Carmen', que se convirtió en su caballo de batalla y le cubrió de gloria en España, Italia y -muy especialmente- en México. Guapetón, de espaldas anchas y recias, no desaprovechaba ocasión de lucir torso desnudo en el último acto para delirio del respetable.

Nadie hubiera sospechado que fue un adolescente enclenque y cojo, como consecuencia de una gravísima lesión en la rodilla que no se trató debidamente entre 1936 y 1939, el tiempo que sus padres vivieron escondidos en un rincón de la campiña cordobesa mientras duró la Guerra Civil.

Luego, el chaval se pasó otros tres años ingresado en un hospital -«comiendo todos los días macarrones en caldo»-, donde recuperó la movilidad y de paso educó la voz en el coro del centro, que regían los Hermanos de San Juan de Dios. Ya mayorcito, una vez libre de muletas y aparatos ortopédicos, se volcó en la natación y acabó convertido en un chicarrón con debilidad por los roles tremebundos o épicos, como Canio en 'I pagliacci' y Radamés en 'Aida'.No hay más que tirar del hilo para encontrarse con un sinfín de historias muy del gusto de Hollywood. ¿Qué no harían los guionistas americanos al saber que Montserrat Caballé durmió al raso, de niña, en la plaza Catalunya de Barcelona porque sus padres no podían pagar el alquiler? ¿O que Jaume Aragall compaginaba el trabajo en un taller mecánico de bobinado de motores con las clases de canto? «Después de hacer guardias en invierno durante la mili, en el castillo de Montjuïc, yo me atrevía con todo. Por eso me marché a Milán sin un duro. Quería abrirme camino...», evocaba recientemente el tenor barcelonés con cierta nostalgia.

El punto débil de Aragall -que limitó sus posibilidades- eran los nervios. Nunca brilló como sus colegas porque no aguantaba la presión de la crítica y el público. De todos ellos, solo Plácido Domingo, hijo de cantantes, sabía desde el principio de qué iba el mundillo de la ópera. No le eran ajenas las puñaladas, envidias y chismorreos. Tampoco la devoción de los fans y la adicción a los aplausos. Lo tenía todo para situarse en el disparadero muy pronto. No obstante, sus noches de pianista adolescente en night-clubs de poca monta y una paternidad precoz -con 17 años- no le ayudaron a empezar con buen pie una carrera artística más o menos seria.

Hasta que se marchó a la Ópera de Tel-Aviv, donde trabajó entre 1962 y 1965, ya en compañía de su segunda mujer, no terminó de sentar cabeza y pulir un repertorio monumental, que lo mismo incluía Mozart que Verdi y Massenet. Luego se animó con Wagner y no tardó en coger la batuta para pasmo de propios y extraños. Ahora canta papeles de barítono y sigue poniéndose el mundo por montera.

Otros portentos vocales, como la soprano zaragozana Pilar Lorengar, nunca llegaron a gozar de tanto reconocimiento a nivel internacional. A ella le bastaba ser un ídolo en Alemania, donde echó raíces en 1959. Irradiaba tanta alegría y prestancia, por encima de vanidades y tonterías, que los hombres agachaban la cabeza al verla. «No había mujeres así en Berlín», confesaba su colega y amigo Dietrich Fischer-Dieskau. Falleció con 68 años, en su casa de Berlín, y la Ópera del Estado puso un crespón negro en su fachada.

Tenía nacionalidad alemana pero siempre rememoraba con ternura y orgullo sus inicios. A los 14 años había dejado la escuela para ponerse a trabajar en una zapatería y por las noches cantaba en cafés y salas de fiesta. «En aquella época, luché, luché y luché. Descubrí que podía crear belleza y hacerla llegar al público. Aquello me salvó». Y lo decía con una sonrisa de walkiria, luminosa y guerrera. Voluntad de hierro y ansias de salir adelante, un rasgo común del 'dream team' de la lírica española. Allí donde iban, arrasaban.

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