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Todo nacionalismo se basa en la consideración de que lo propio es lo mejor. Considera que la cultura y la identidad del pueblo, de la nación, están amenazadas por agentes externos, por lo que urge un cierre de filas que impida la supuesta despersonalización y posterior desintegración de la sociedad a la que dicen proteger, de la que cuidan con paternalismo. Siempre hay un enemigo al que echar la culpa, frente al que combatir, al que se puede señalar como responsable de los atrasos y carencias que sufre la comunidad o el país. Y por supuesto, toda su ideología está salpicada por la nostalgia de un pasado feliz, de un tiempo anterior, remoto e idealizado, en el que la colectividad que ahora se ve oprimida por un Estado centralista fue dichosa, libre y fiel a sus principios. Los catalanes, y también los valencianos, según la leyenda nacionalista, vivían en una especie de paraíso hasta que el malvado Borbón ganó la guerra de sucesión, suprimió los Fueros (privilegios de unos pocos sobre el resto) y se pasó todo su reinado favoreciendo a los castellanos en detrimento de los habitantes de la antigua Corona de Aragón. Este es el relato 'oficial' y políticamente correcto, muy implantado en Cataluña y que se intenta imponer en Valencia.

Dice el urbanista Deyan Sudjic que las ciudades que tienen éxito «son aquellas que ofrecen más posibilidades a más gente, ya sean banqueros de inversión que se trasladan de Estados Unidos a Londres o refugiados que van de Siria a Berlín. Son lugares de oportunidades y tolerancia». Ciudades abiertas y cosmopolitas que no se empeñan en mirarse al ombligo, sin que por ello pierdan necesariamente su idiosincrasia, sus raíces, su ADN. El cosmopolitismo, obvio es decirlo, está en abierta contradicción con el nacionalismo. Por eso, a nadie puede extrañar que desde la Conselleria de Educación y Cultura -en manos, no hay que olvidarlo, de los nacionalistas- se desprecian las opiniones de «gente de fuera» respecto al Palau de les Arts. No hacen más que seguir su catecismo. Un catecismo que cuando interesa tiene excepciones, por ejemplo Hervé Falciani, un extranjero (a no ser que a pesar de su apellido naciera en Benimaclet) que vino bien para vender una campaña de transparencia de la que prácticamente nunca más se supo, la foto y poco más. Pero ni Livermore ni Plácido Domingo interesan a la causa nacionalista, no les aporta nada a un universo musical (nunca peor dicho) que se circunscribe a Raimon, los grupos de su cuerda ideológica, a Pep Gimeno 'Botifarra', las bandas, el tabalet y la dolçaina, es decir, a la exaltación de lo local, de lo de aquí, y al desprecio de todo lo que viene de fuera como elemento contaminante y perturbador de la auténtica cultura valenciana.

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