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«La Granadella tardará 20 años en ser lo que era»

«La Granadella tardará 20 años en ser lo que era»

Mientras quitan escombros y miran el paraíso que aún les rodea, los vecinos denuncian: el monte no se limpia y faltan planes de evacuación

ARTURO CHECA

Sábado, 10 de septiembre 2016, 23:31

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Stacy Spencer señala su brazo tembloroso con un dedo tembloroso. «Aún se me pone el vello de punta cuando oigo a los bomberos». Un camión del retén de vigilancia pasa ululando por la puerta de su chalé en la urbanización Pinosol de Xàbia. La norteamericana busca con la mirada a Simba, su perro pastor alemán, a Paulo, su perrillo faldero, y a Mimi, su gato. Al minino no tuvo otra opción que dejarlo atrás cuando el fuego llamó a su puerta. «La Guardia Civil y los Bomberos nos dijeron, ¡corred, corred!», recuerda cerrando los ojos. Sin tiempo a poner a salvo a su gato. Los tres están hoy vivos. En su jardín, una pérgola calcinada, una palmera socarrada y el seto que hacía las veces de valla carbonizado son los testigos del paso del incendio que ha arrasado más de 800 hectáreas en Xàbia y Benitatxell. Con el pulmón del parque natural de la Granadella y su paradisíaca cala como símbolos de la hecatombe ecológica, el fuego aún no se había dado anoche por extinguido, al igual que el incendio de Bolulla, aunque los dos estaban controlados.

Nada más cruzar la calle, el francés Maj luce una camiseta gris tiznada y guantes. A sus pies, escombros, cristales, marcos de ventana retorcidos, botellas reventadas... «El fuego iba saltando de manera muy rápida. Era horrible. Pero al menos estamos vivos...». Con un frágil castellano señala su cabeza. «Se te queda aquí una cosa, un desánimo...». Esta vez el fuego sólo ha destrozado una terraza cuya techumbre se ha venido abajo y buena parte de su salón. Las aspas del ventilador cuelgan del techo en vertical, derretidas por el calor. A los pies de Maj también está su ánimo. Sabe lo que es perderlo todo. «Hace 10 años unos ladrones entraron en mi casa de Francia y me la quemaron para borrar huellas. Y ahora esto. Pero estamos vivos...», se recuerda una y otra vez, como un mantra con el que seguir adelante. Y continúa cargando rasillas con las que restaurar su hogar. «Había puesto todo mi dinero e ilusión aquí», lamenta.

Una fecha marcada

A menos de 10 kilómetros, José Ruiz observa a la veintena de bañistas que pueblan la playa rocosa de la Granadella. La cala quedó despoblada a comienzos de semana, cuando las llamas descendieron amenazantes por el macizo que cobija el idílico rincón. Donde antes había pinos, ahora hay piedra quemada. Negror frente a verdor. Sin la vida de los árboles que empezaban a hacerse fuertes tras quedar reducidos a ceniza en el incendio de 2000. José se acoda en la barra del restaurante Llebeig, propiedad de su hermano. «El 26 de agosto de 2000». José tiene marcada la fecha. «Luego llovió y se repobló bien». Pero el desastre ha renacido. «La Granadella no volverá a ser la que era hasta dentro de 20 años por lo menos», apunta Rafa Perales, lobo de mar en tierra con la piel ennegrecida por el sol de horas y horas trabajando como camarero en el chiringuito.

Ni José ni Rafa olvidan la madrugada del domingo. Guardias civiles y bomberos desalojando la zona por precaución. «Porque mojaron todo bien con agua, si no aquí ahora mismo no hay restaurante», subraya Rafa.

La vida vuelve también poco a poco a la CV-742 o a la carretera del Portitxol, buena parte de la semana cortada por el fuego. Los ciclistas surcan de nuevo los parajes. Junto a la carretera, aquí y allá salta un hecho evidente entre las miles de hectáreas de monte que, afortunadamente, se han salvado de la tragedia ambiental. Abundancia de monte bajo, maleza, hojarascas... auténtico combustible por el que las llamas se pueden propagar a velocidad de vértigo. Circular por las urbanizaciones de Xàbia sirve para tener otra clave: infinidad de sendas que acaban sin salida, falta de señales indicativas, carreteras que pasan del asfalto a la grava...

Escasa limpieza y ausencia de planes de evacuación. José Luis y Ana Isabel, dos turistas de Madrid que desde hace años alquilan casa en Xàbia, otean el horizonte quemado desde el espectacular mirador de Benitatxell. Allí donde empezó el siniestro del que la Guardia Civil baraja unas colillas como detonante. «Hay muchas parcelas abandonadas entre chalés, con árboles y maleza, que no se limpian», explica ella. Una herencia envenenada de la época del boom urbanístico. Compradas para edificar en una zona tomada por el asfalto y olvidades tras la crisis del ladrillo. Hoy es yesca para las llamas. «El monte está muy sucio. No sólo por los matorrales, sino también por basura. Y hay parcelas del Ayuntamiento que no se mantienen. Aquí echas una cerilla y arde como la pólvora», advierte él.

A un par de kilómetros, un herrumbroso cartel arrasado por las llamas es el símbolo del incendio que divide casi los términos de Benitatxell y Xàbia. 'Generalitat Valenciana. La Granadella'. En el resto del cartel apenas puede leerse 'Catálogo de Utilidad Pública', borrado por el fuego, como la moraleja del paraíso que fue y el desierto en que se ha convertido.

Entre pinos transformados en ascuas y postes de la luz arrasados, aquí y allá se ven batallones de brigadas con monos azules. Teleco, Movistar... varias nombres de compañías se leen en la espalda del ejército de operarios que estos días tratan de devolver la normalidad y reponer cientos de metros de cableado telefónico derretidos literalmente por las llamas. Telefonía móvil, internet y hasta comunicaciones de navíos andan aún limitadas. «Aquí nos queda por lo menos para tres meses para que todo vuelva a ser como antes». Abel anda cubierto hasta el cuello y los tobillos pese a que el sol deja la temperatura más cerca de los 40 que de los 30 grados. «Si no aquí te socarras». Estira una bobina de hilo de hasta 2.000 metros en un paisaje lunar. «Hay que arrancar los palos, volver a clavarlos... Y aquí la mayoría están en plena roca», explica el operario venido de Alicante, como otras decenas de técnicos con la misma misión de recuperar el sistema telefónico.

Nostalgia de la gota fría

Pinosol, Valsol, Tosalet... En algunas de las más de veinte urbanizaciones desalojadas o afectadas por el fuego en Xàbia queda patente que el buen trabajo del personal de extinción y quizás la suerte han dejado un sinfín de milagros. El agua de refresco lanzada sobre muchas de las casas ha permitido que la zona esté sembrada de parcelas de monte completamente quemadas, con viviendas al lado en las que la menor huella del siniestro son setos calcinados, muros ennegrecidos o un puñado de coches reducidos a chatarra. Aunque el temor sigue. «Yo cada vez que oigo un helicóptero siento miedo. Temo que haya un nuevo incendio», explica en su casa de Valsol Timo, un alemán de Stuttgart que lleva 15 años en la Marina. Una ventana con los cristales reventados, una fachada ennegrecida y un amasijo de hierros donde antes había un sofá y una mesa en la terraza son los signos que han quedado del paso del fuego. «Los aviones y los helicópteros han hecho un buen trabajo», subraya el germano.

Porque la naturaleza sigue con su infernal dictadura. Gota fría. Es el término que muchos habitantes de la Marina, y por extensión de toda la Comunitat, con la peor racha de sequía del último siglo, repiten casi con nostalgia, un término que hace muchos años era sinónimo de desastre. El también alemán Frank (la mayoritaria presencia de extranjeros en la comarca queda atestiguada con el origen de muchos de los entrevistados, así como las matrículas de Suiza, Gran Bretaña o Alemania que lucen Porsches, BMW o Audis, prueba también del nivel adquisitivo de la zona) se limpia el sudor de su frente mientras mira al cielo. Ni una nube. A sus pies, tuberías de riego de goteo que ayuda a retirar a un amigo de su casa, tocada por las llamas junto a la montaña de Benitatxell. «No sé cómo será el infierno, pero esto debe ser lo más parecido. Antes había gotas frías y esas cosas. Ahora llevamos cuatro años que no llueve nada», explica con una hípica al fondo de la que el pasado fin de semana tuvieron que ser desalojados alrededor de una decena de caballos.

En el restaurante El Rancho, en la carretera que va al Cabo de la Nao, sólo una mesa de comensales atestigua que la semana no ha sido precisamente brillante en lo que a turismo se refiere. «Mis abuelos viven en el Tosalet y tuvieron que desalojarlos. Y en un momento estábamos rodeados por dos incendios». El testimonio de un camarero constata la sospecha que envuelve a buena parte de los vecinos, además de ser una de las principales hipótesis que baraja la Guardia Civil como origen del siniestro. «¿Tenéis una foto del pirómano? Por ponerle cara y conocerle si me lo encuentro...», deja caer el joven al saber que se encuentra ante periodistas y después de la información surgida esta semana de que un vecino podía tener filmado al sospechoso.

Junto al ejército de operarios telefónicos, otro batallón destaca por el laberinto de calles de las urbanizaciones. Los empleados de 'Jardines Gualda' reponen parte de los setos y arbustos calcinados junto a los chalés. Muchos son cipreses, la alabada barrera natural contra el fuego. Desde el otro extremo de la calle, la norteamericana Stacy Spencer observa la limpieza. Saluda al ver a los periodistas. Se frota las manos. Otra vez temblorosa. Otra vez recordando al gigante de fuego que llamó a su puerta.

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