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Michelle Obama conversa en un huerto de Pocatinco Hills con Dan Barber. :: hiroko masulike/afp

El sabor más sostenible

Dan Barber, el primer chef que asesora a un presidente en EE UU, quiere convencer al mundo de que la comida más rica es la más respetuosa con el medio ambiente. Encontró su inspiración en Doñana

MERCEDES GALLEGO

Jueves, 11 de agosto 2016, 17:52

A Dan Barber le persigue un olor a chimenea, bosques de coníferas y pan recién horneado que trae y lleva a los rascacielos de Manhattan en ese viaje de ida y vuelta que hace continuamente entre sus dos restaurantes: el Blue Hill de Washington Square Park y el de Storn Barns. La finca en la que los Rockefeller apostaron por su inusual proyecto de agricultura sostenible para llevar los mejores alimentos de la granja hasta el mejor paladar es el centro educacional que hermana los cinco elementos con cocineros, agricultores, comensales y hasta jóvenes que buscan la conexión perdida con la naturaleza.

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  • Sus pilares

  • En la élite.

  • Tiene 46 años. En 2006, la James Beard Foundation lo nombró el Mejor Chef de Nueva York. En 2009, Mejor Cheff de EEUU. Ese mismo año, 'Time' lo incluyó entre las cien personas más influyentes del mundo.

  • Con el presidente.

  • Michelle Obama se lo sugirió como asesor a su marido porque «puede lograr que hasta yo me coma una simples verduras». En la campaña de 2008 fue a su casa de Chicago a preparárselas.

  • Su gran aportación.

  • En su libro 'The Third Plate' imagina la comida del futuro, que no es ni «carnicéntrica» ni «vegicéntrica» y en la que «el concepto de la granja a la mesa incluye ¡todo!». Su gran aportación, el trigo Barber, «¡que sabe a trigo!».

Son 80 acres dedicados a un mundo sostenible, donde las gallinas ponen huevos rojos con sabor a pimiento morrón, para que la gente se entere de que importa lo que comen, y la temperatura de las verduras en camino de transformarse en abono calienta el agua con que se cuecen esos huevos. Las ovejas abonan la tierra y sus huesos se convierten en carbón con olor a sopa, una vez que se les ha sacado todo el jugo en la cocina. Ninguno de estos animales manifiesta el menor indicio de nerviosismo ante su suerte, parecen estar en paz con ser parte del ciclo natural que alimenta a la tierra y al hombre, pero también a los afortunados clientes de Blue Hill. Para degustar la experiencia que consiste en «pastar, picotear y buscar raíces» tienen que reservar con dos meses de antelación y pagar unos 500 dólares por comensal en un menú maridado con vino.

No es un restaurante al que venir a sentarse y tertuliar mientras se espera la comida, sino un lugar donde te invitan a meter la cabeza en la barbacoa, a adentrarse en el molino de trigo y a degustar finas láminas de los rabanillos más suculentos del mundo con la vista perdida en los sembrados. Toda una experiencia culinaria y educativa que conecta al comensal con el origen de sus alimentos en la placentera hacienda que el siglo pasado disfrutaban las vacas de los Rockefeller. El edificio de piedra fue diseñada para ellas por el arquitecto Grosvenor Atterbury, que nunca imaginó su lechería convertida en el bar de un restaurante.

Es posible que ni el propio Barber se lo imaginase. «David Rockefeller es un tipo muy inteligente, debió ver en mí algo que yo no sabía», confiesa. Aunque la familia del chef tiene también un terreno en otro lugar idílico, Great Barrington (Massachusetts), él no llegó hasta este mundo casi espiritual de la agricultura sostenible por su amor a la naturaleza, del que nadie duda, sino por su inquebrantable devoción al paladar más fino. «Me fascinan los sabores y me he dado cuenta de que los alimentos verdaderamente deliciosos siempre están directamente relacionados con una buena agricultura. Cada vez que comemos algo exquisito tiene detrás buenas decisiones que se han tomado en el campo, en los pastos, en el mar o de donde quiera que salga».

No es posible hacerse un gazpacho en Nueva York como en Andalucía porque los tomates de Manhattan no saben a tomates. Esta corresponsal puede dar fe de los de Blue Hill, pero Barber asegura que la clave está en la tierra. Por eso, se encarga de rotar los cultivos que alimentan el suelo y buscarles un uso en el menú, en vez de plantear los sembrados según lo que decida cocinar. En este día de verano, las lechugas han desaparecido del huerto y esperan su turno para llegar al plato, mientras Jason, detrás del tractor, se prepara para nutrir la tierra de minerales con algas antes de plantar zanahorias. El joven del mono y la barba era antes un ejecutivo estresado de Wall Street que un día vino a pasar un fin de semana de voluntario a los campos de Stone Barns y nunca volvió a superar esos 48 kilómetros que hay entre Manhattan y los campos del Hudson.

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En el Guadalquivir

Barber tuvo su propia epifanía en las riberas sevillanas del Guadalquivir que se adentran en Doñana. En la finca de Veta La Palma se sorprendió de que el biólogo de la piscifactoría, Miguel Medialdea, se congratulase de las barrigas rosadas de los flamencos que devoran el 20% de su cosecha. Luego, descubrió, aún más sorprendido, que el pescado era delicioso, a pesar de que a Miguel se le había ido la mano pasándolo por la sartén. «Es el ecosistema», le explicó triunfante el sevillano. «Los flamencos se comen las gambas y éstas el fitoplancton. Así que cuanto más rosado tengan el vientre, mejor será el sistema».

Era el año 2010, Blue Hill tenía ya seis años de vida, Barber acababa de ser nombrado una de las cien personas más influyentes del planeta por la revista 'Time' y Barack Obama le había incorporado al Consejo de Nutrición, Forma Física y Deportes en el que tener a un chef era un triunfo. Su epifanía andaluza inspiró una conferencia on line que han visto dos millones de personas y se ha traducido a 31 idiomas. Pero lo más importante, esa experiencia está profundamente grabada en cada bocado que se deguste en su restaurante y en cada lección que aprenden los cocineros y agricultores que se entrenan en Storn Barns, el laboratorio que se inspira en la sabiduría de la naturaleza para reinterpretar el futuro de acuerdo a los paladares más exquisitos.

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