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Un abrazo, en imagen de archivo. Fotolia
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Haute couture y otros soplos del destino

Elena Meléndez

Valencia

Lunes, 24 de noviembre 2025, 00:22

Hay amistades que no necesitan calendario ni mantenimiento convencional, que no exigen cenas anuales ni pactos de continuidad. Son vínculos que viven en una zona ... templada del afecto, un limbo emocional donde los meses sin verse o el hecho de residir en países distintos no erosionan el vínculo. Lo curioso, y deliciosamente absurdo, es que, en mi caso, ese contacto digital suele llegar a colación de una temática tan universal como inconfesable. Mi amiga, instalada en París, ocupa un puesto de responsabilidad en una prestigiosa firma de moda donde la seda se vende a precio de oro y las conversaciones tienen el ritmo de una pasarela silenciosa. Su presencia refinada revela que su vida transcurre entre ateliers, cafés cool y la geometría impecable de Le Marais. Pero yo conozco su inclinación secreta, una fascinación por el viento íntimo, por ese idioma corporal que no entiende de clases sociales y que, según la ocasión, se llama pet en francés, fart en inglés, scoreggia en italiano o directamente «pedo» en español.

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Nuestra correspondencia no está hecha de estampados ni de invitaciones a desfiles, sino de vídeos con sorpresa. Un día es un desconocido que, con sudadera gris y gesto neutro, genera un susurro abdominal de duración inverosímil mientras un pastor alemán lo observa con ojos de filósofo existencialista. Cuando el sonido se alarga más de cinco segundos, (yo diría que supera los diez), el perro emite un aullido empático, una suerte de ladrido aflautado que acompaña al alarde sonoro. Otro día es la captura de una entrevista a un médico colombiano, muy serio, muy técnico, que explica con rigor que, para mantenernos sanos, debemos liberar entre veinte y treinta emanaciones sonoras al día. Lo dice con la naturalidad de quien recomienda beber dos litros de agua mientras la entrevistadora afirma con la cabeza y comenta natural, «ya veo, unos veinte gases por jornada». Esta semana me mandó una joya. Un tipo sentado en el suelo, apoyado contra la pared, mira su móvil con la concentración despreocupada de quien no espera nada extraordinario. De repente se oye un silbido breve, casi juguetón, un trompetazo íntimo de esos que podrían confundirse con una nota fugada. Entonces entra en escena Siri, el protagonista involuntario que se activa con la voz y actúa como si hubiera recibido una orden clara. De inmediato empieza a reproducir un tema de Kenny G., una melodía de saxofón suave y envolvente que coincide con el soplido original ofreciendo un particular dueto. Mi amiga acompaña el vídeo con un «pensé en ti» que, lejos de ofender, funciona como la contraseña secreta de nuestra relación.

Porque cada amistad tiene su propio ecosistema y, de la misma manera que algunas se construyen entre confidencias nocturnas, recetas heredadas, nostalgias o viajes que dejaron historias indecentes, la nuestra se sostiene (con insólita clase y estilo) sobre ventosidades transfronterizas. Y no somos pioneras. En 1781 Benjamin Franklin escribió un ensayo sobre pedos y flatulencias, conocido popularmente como «Fart Proudly» (Tirarse un pedo orgullosamente), donde animaba a los científicos a investigar cómo mejorar el olor de los vientos humanos, «usualmente ofensivo para los acompañantes». Si un padre fundador de Estados Unidos se tomó el tema con semejante seriedad humorística, nosotras podemos permitirnos al menos celebrarlo como uno más de nuestros insospechados puntos en común. Por eso, aunque pasen meses sin vernos, nos basta un solo sonido aflautado, esa nota aguda que jamás estaría en una partitura seria, para recordarnos que seguimos ahí, unidas por el humor más humano, espontáneo y, qué remedio, el más universal de todos los lenguajes conocidos.

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