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El 17 de junio de 1972, un grupo de cinco hombres asaltó el complejo de oficinas denominado Watergate, a orillas del río Potomac que baña ... la capital de Estados Unidos, Washington DF. Otros miembros de la misma banda aguardaban en un edificio situado enfrente, un motel donde habían reservado una habitación desde donde observar la irrupción de sus compañeros en el crimen dentro de los despachos que servían de sede administrativa al Partido Demócrata. La acción fue más bien chapucera. Los asaltantes hicieron ruido, activaron el interés del vigilante del complejo durante su ronda de guardia, fueron finalmente detenidos por cosas del azar (un coche policial pasaba justo en ese momento delante de la puerta del edificio), presentados ante el juez y objeto del interés de un par de reporteros del Washington Post que pasarían luego a la historia del periodismo por la cobertura del caso (Woodward y Bernstein), hasta arrastrar a la dimisión al jefe de todo aquel turbio escándalo: nada menos que el presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon. Quedaba inaugurado un nuevo paradigma en el lado oscuro de la política. Y nacía también un término que definía a aquel grupito como fontaneros. Especialistas en trabajos al borde del delito (o traspasándolo en algunos casos) para el poder de una Administración o de un partido.
¿Por qué se llama fontaneros a los integrantes de este subsector de integrantes de la clase política? ¿Qué tienen que ver aquellos delincuentes que trabajaban para el Partido Republicano con el reciente hallazgo de Leire Díez, bautizada también como fontanera en atención a sus manejos bajo la superficie y lejos de los focos para la maquinaria que mueve el PSOE desde su sede de la calle Ferraz? Son dos versiones del mismo fenómeno. Aquellos asaltantes del edificio Watergate buscaban en las oficinas demócratas papeles que pudieran afear el expediente de su candidato a la Casa Blanca, George McGovern. Lo curioso de aquel escándalo es que Nixon apenas tenía oposición en su carrera hacia la reelección: su rival rozaba el suelo en todas las encuestas, que coincidían en señalar al republicano como el gran favorito, pero al equipo creado a su alrededor en el Despacho Oval para asegurarse de que retenía el poder eso de crear tramas contra sus adversarios, manipular la realidad, encargar expedientes o dosieres... Era para ellos como una especie de droga: se entregaban a esa causa con tal pasión que en el pecado llevaron la penitencia. Sus hombres de confianza y autores de la monumental chapuza fracasaron y fueron puestos a disposición de la justicia. La investigación judicial, policial y también periodística (los citados Woodward y Bernstein, a los mandos del editor jefe del diario, Ben Bradlee) hizo el resto.
El caso Wategarte alcanzó tanta notoriedad que incluso la expresión fontanero hizo también fortuna. Desde entonces, más de 50 años después, sirve para denominar los manejos más bien de orden opaco que los distintos poderes públicos activan para alcanzar el poder o perpetuarse en él. A España llegó esta fórmula en la temprana hora de la democracia, aunque con un error de base: se tendía a llamar fontaneros a los integrantes equipo que reclutó Adolfo Suárez para el Palacio de la Moncloa cuando alcanzó la presidencia del Gobierno; en realidad, se trataba de los miembros de su equipo encargados de asesorarle. Diplomáticos como el célebre Alberto Aza o el menos conocido Eugenio Bregolat, Alberto Recarte, economista del Estado, o el mismísimo cuñado del presidente, Aurelio Delgado. Un equipo de servicios mínimos que en algún momento tal vez pudo dedicarse a labores de fontanería, pero que en realidad ejercía otra figura también recién nacida entonces para el poder político español: eso que ahora se llama gabinete y que vale tanto para quien ocupa la pirámide del escalafón administrativo como para un conseller o un concejal.
Con el paso del tiempo, la figura del fontanero alcanzaría otro estatus en España, más acorde con la fisonomía propia del equipo inaugural del fenómeno en aquella América de Nixon. Se les conoce poco porque ese es su cometido principal: vivir entre las tinieblas. Sólo un ojo bien entrenado o un experto en el arte de navegar por internet alcanza a conocer con precisión dónde acaba el colaborador del líder y empieza el trabajo de quien se ocupa de husmear en las entrañas del edificio institucional. Acumular pruebas contra los contrincantes, coquetear con figuras delictivas como el soborno o el chantaje, incluso la extorsión, prestarse voluntario para expediciones en las zonas de sombra de la política... En los fontaneros que inauguraron esta dinastía figuraban esos especímenes que luego también han hecho fortuna, duchos en el arte de partir alguna pierna al rival de turno, incluso en sentido no metafórico. ¿Sería Koldo, exhombre de confianza del ministro socialista José Luis Ábalos, un acabado ejemplo de este linaje de fontaneros del ala dura? Desde luego, da el tipo: sus predecesores del caso Watergate, los Virgilio González, Bernard Barker, James McCord, Eugenio Martínez y Frank Sturgis, ya habían participado en crímenes como la llamada Operación 40, impulsada por la CIA como método destinado a derrocar jefes de Estado poco afines con la política de Estados Unidos allá en el Caribe, América Central y México.
Nuestros fontaneros de hoy carecen de esa experiencia. El modelo más conocido en las últimas semanas se corresponde con la figura de Leire Díez, a quien se sitúa a las órdenes de Santos Cerdán, una especie de Darth Wader de Ferraz. Se trata por cierto de un destilado muy español del gremio: encargar este tipo de trabajos... previo paso por la Administración o sus terminales. Es decir, que primero se les concede la regalía de un sueldo público para que puedan sentirse más predispuestos a colaborar con sus jefes en encargos de naturaleza digamos dudosa. Díez por ejemplo ejerció como directora Filatelia y Relaciones Institucionales en la empresa pública Correos, un puesto bien remunerado cuya auténtica sustancia permanece ignota pero que permite ciertas alegrías presupuestarias (ella dice que cobraba 80.000 euros al año pero otras fuentes elevan la cifra hasta los 120.000: también en ese aspecto es hábil en moverse por la oscuridad) y ayuda a la consecución de las pintorescas encomiendas que acaban de salir a la luz.
¿Resumen? Que desde 1972 convive en el orden político la figura del fontanero con la del cargo público de toda la vida, el que sí se expone a la luz (y hasta se convierte en esclavo de ella), con quienes se mueven entre bambalinas. A veces son tan torpes como los que manejaba la Casa Blanca de aquel Nixon que acabó por cierto siendo reelegido a pesar de las evidencias en su contra, aunque tuvo un triste final: dimitió cuando se sintió acorralado. Cuando tuvo que dejar de huir. Mensaje para Pedro Sánchez y el resto de dirigentes que se sientan tentados de recurrir a los servicios de la fontanería de guardia: no se puede estar escapando cada hora de cada día de cada semana. Al final, la historia dicta sentencia: te pillan. El presidente republicano tuvo que abandonar el Despacho Oval porque este cuento no tiene final feliz: todos sus fontaneros acabaron en la cárcel. Los cinco asaltantes del Watergate y también sus responsbles de la Casa Blanca como Gordon Liddy, autodenominado jefe operativo de los White House Plumbers. Falleció en 2021, a la edad de 90 años: más o menos, el papá de Leire Díez en asuntos de fontanería.
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