No sé cuando se jodió el Perú, por recurrir al clásico, pero tampoco sé cuando renunciamos a una mínima elegancia que siempre actuó como el ... perfecto lubricante de la buena educación. No hablo de la elegancia en cuanto a la vestimenta, sino de esa elegancia moral que nos permite funcionar con el donaire necesario que evita enfados de máxima intensidad. La elegancia no es sino la actitud que nos permite regatear la burricie, la mediocridad, el resentimiento, la ira, lo de sacar el garrote para vapulear al adversario. La elegancia más sublime brota cuando vencemos pero perdonamos al derrotado porque jamás le sometemos a humillaciones innecesarias.
Publicidad
La elegancia también emerge cuando, ante el éxito del otro, del que no piensa como nosotros, somos capaces de, alejados de las amarguras que corrompen nuestras entrañas, felicitarle con nobleza y sinceridad. Por eso, reconozco que esta no la vi venir. Ni de lejos ni de cerca. Tanta mezquindad me ha trasladado hacia esa suave tristeza que me susurra lo de «con algunas personas no hay remedio...». Si el Nóbel de la paz se lo hubiesen concedido a Trump, entendería los fustazos derramados por parte de los habituales. Hubiese formado parte del guion rutinario. Ninguna sorpresa, pues, por ese lado. Pero que le nieguen el pan y la sal a María Corina Machado me ha sumido en la perplejidad absoluta. Desde luego algunas cabezas no carburan óptimo cuando incluso asocian su nombre al de ¡Hitler! María Corina lleva un año y medio escondida para que no la entrullen. ¿Su crimen? Denunciar el pucherazo del tirano Maduro. Para opositar contra el mostachudo venezolano se precisa notable arrojo y muchas agallas. Pero claro, escapar del relato bermellón tiene eso, que ni siquiera te feliciten no ya los radicales, sino nuestro gobierno. María Corina pudo gobernar, pero el siniestro fraude lo impidió.
Suscríbete a Las Provincias al mejor precio
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión