Imaginen un partido de fútbol en el que poco antes de pitar el inicio del encuentro el árbitro reuniera a los capitanes y además de ... sortear los campos y quién saca les explicara lo siguiente: «Los futbolistas del equipo rojo van a poder entrar al contrario sin balón, no pitaré falta; los del equipo azul, no pueden. El portero del equipo rojo podrá atrapar el balón fuera del área, el del equipo azul no. Los del equipo rojo no tienen límite de sustituciones, los del azul las que marque el reglamento...». ¿Impensable, imposible? Para nada. Más allá de la broma facilona de que en el fondo ya ocurre con los favores arbitrales al Real Madrid y al FC Barcelona, hay un espacio donde efectivamente sucede a diario. Y se llama política española. ¿Sólo española? No, en realidad, en la de todo el mundo. Se lo leí hace unos días a la periodista e historiadora estadounidense Anne Applebaum en 'Gulag. Historia de los campos de concentración soviéticos', una obra de lectura imprescindible con la que obtuvo el Pulitzer en 2004. Cuenta una anécdota cargada de simbolismo que tuvo como escenario la Praga post muro de Berlín, en aquellos convulsos años de los noventa. Paseando por el puente de Carlos vio cómo se vendían los típicos souvenirs de la capital checa junto a objetos militares soviéticos (boinas, insignias, imágenes de latón de Lenin y Brézhnev...). Muchos de estos objetos eran adquiridos por turistas occidentales. «Se habrían sentido incómodos al pensar en llevar una esvástica. Sin embargo, ninguno tenía inconveniente en llevar la hoz y el martillo prendida en la camiseta o en la gorra», comenta la también autora de 'El ocaso de la democracia', que apostilla: «(...) a veces, este tipo de observaciones permite percibir mejor un estado de ánimo cultural. La lección no podría haber sido más elocuente: mientras que el símbolo de un asesinato masivo nos llena de horror, el símbolo de otro asesinato masivo nos hace sonreír». Reglas del juego dispares. El nazismo y el fascismo -afortunadamente- no pueden disputar el partido con normalidad porque su esencia es antidemocrática, totalitaria y violenta; por contra, el comunismo es aceptado en el campeonato político de las democracias liberales como un miembro más de pleno derecho, a pesar de que se presenta con una hoja de servicios a la humanidad que acumula más de cien millones de muertes entre Mao Zedong (cuando lo estudiábamos, Mao Tse-Tung), Stalin, Lenin, Ceaucescu, Ho Chi Minh, Pol Pot y resto de dictadores psicópatas de la hoz y el martillo. ¿Por qué esta diferencia de trato? Para empezar, por el apoyo de la intelectualidad y del mundo de la cultura a la causa izquierdista. El bien (comunismo) contra el mal (capitalismo), aunque muchos de ellos se beneficiaran y vivieran lujosa y burguesamente gracias al sistema que denostaban. Ese apoyo ha sido especialmente notable en el cine y la televisión. ¿Cuántas series y películas se han rodado sobre el Holocausto o la barbarie nazi? Por el contrario, ¿cuántas sobre el gulag soviético, el Holodomor ucraniano, los campos de la muerte camboyanos o la revolución cultural de Mao, culminada con una carnicería de millones de muertos? Repetimos: una ideología criminal está estigmatizada, mientras la otra goza de buena salud. Al disputarse el partido con unas reglas de juego diferentes, el resultado está condicionado. Las derechas, por ser derechas, tienen mucho más difícil ganar que las izquierdas, que parten con varios goles de ventaja. Aplíquese ahora al escenario español: el Gobierno social-comunista (caso único en Europa) y su equipo de opinión sincronizada le dicen al PP que no puede pactar con Vox porque es un partido «de extrema derecha», mientras ellos sí pueden aliarse con la izquierda más radical y violenta (Bildu, ERC) y con la derecha más supremacista e insolidaria (Juntos y PNV). Como también pueden sentar en el consejo de ministros a afiliados al Partido Comunista. ¿Es o no es un reglamento amañado? Ante un ardid tan burdo, la reacción instintiva es negarse a aceptar un trato diferente. Yo así no juego, diríamos cualquiera que nos viéramos en una situación similar. El PP, sin embargo, comete una y otra vez el mismo error, participa en el engaño, asume que le han tendido una trampa pero no se sale del campo. E invariablemente, acaba perdiendo. Sólo con valentía, atreviéndose a negar la mayor y aceptando que hay que dar la batalla cultural, los populares lograrán acabar con el dominio del socialismo cómplice de comunistas, independentistas y nacionalistas. Sólo cuando llevar una camiseta con la imagen del asesino y maltratador Ernesto 'Che' Guevara sea tan bochornoso como portar una esvástica, estarán en disposición de ganar.
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