Arsénico por diversión

No somos nórdicos

María José Pou

Valencia

Jueves, 9 de octubre 2025, 23:51

Pasarán años hasta que volvamos a relajarnos ante las alertas por lluvia. De momento, cada nuevo episodio será un pellizco muy dentro, que nos mantendrá ... con el corazón en un puño. Es lógico. Hace un año, no supimos o no nos dejaron interpretar el rojo de la alerta extrema como lo que era, un aviso de desastre. Una advertencia que debía haber sido como la sirena que anuncia tsunami en Japón: el hábito integrado en el ADN de los valencianos, nacidos en una tierra maltratada a menudo por las riadas. Una huella que se renueva de forma regular pero que no debería generar olvido sino alerta acumulativa, esto es, tendencia a integrar el saber de las generaciones que lo han sufrido antes que nosotros.

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Posiblemente ocurrirá con las dos o tres generaciones siguientes, que habrán visto, desde muy jóvenes, qué hacían sus padres y abuelos cuando se anunciaban lluvias torrenciales. Ellos se acostumbrarán a que no haya cole en esos días o a que los mayores teletrabajen; a que se suspendan los actos públicos y a que cierren los parques. Para ellos ya no será, como para nosotros, una anormalidad incómoda como la vivida ayer en ausencia de actos conmemorativos del 9 d'Octubre. Son días apagados y algo silenciosos. Sucedió también en la última alerta por la que se suspendió la actividad lectiva y se nos pidió a los ciudadanos que permaneciéramos en casa y, si llegaba el agua, subiéramos a las alturas. En días así, como estamos viendo, las calles se vacían; los coches no circulan y vivimos todos en un «ay» a la espera de lo que pueda venir. El tiempo parece que no pasa y solo queremos que llueva poquito o poquito a poco de modo que la tierra pueda absorberlo. En parte, recuerda los días de confinamiento por covid, en los que solo se veía pasar a los servicios de emergencia y a los perros que sacaban de paseo a sus dueños. Como entonces, los días eran algo tristes. Será que, en esta tierra, también acostumbrada a terrazas al sol, ese encierro es demasiado artificial.

En los países del Norte, de frío extremo y poca luz, las familias saben vivir dentro de casa, incluso quedar con amigos o disfrutar sin pisar la calle. Nosotros no sabemos. Se nos cae la casa encima. Lo hacemos en ocasiones, como en Navidad, y cada vez menos. Necesitamos esa expansión al aire libre. Somos tierra de riada, pero también de terraza. Por eso nos cuesta acostumbrarnos a vivir las fiestas recluidos. Lo nuestro es reunirnos para una mascletá, una paella en el chalet o unas risas en un bar. No somos nórdicos. Menos mal que estas alertas solo duran unos días.

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