Cada vez que ingreso en uno de esos neogaritos que se intitulan gastrobares o cualquier otro espécimen de su estirpe, aflora el viejo sueño adolescente: ... me hago invisible. Resumen de un reciente trabajo de campo: me acodo en la barra, pasa por delante una camarera camino de la cocina, vuelve y sigue sin reparar en mi presencia. Con su compañero ocurre igual: tampoco me ve. Y la tercera integrante de la plantilla, lo mismo. Sólo luego de un rato la primera que cruzó a mi lado tiene a bien atenderme, para servirme un cafelito que otro alma más sensible rechazaría por su inconfundible sabor a aguachirri, tarifado al precio proporcional al caviar beluga, que tonto de mí abono sin rechistar, resultado de haberme convertido como el resto de quienes deambulamos por este valle de lágrimas en un miembro más de la cofradía de consumidores que olvidan que antes fueron ciudadanos. Una condición bovina que me guía a otro de esos locales ricos en falsa decoración vegetal en honor a instagram, atendido por un caballero que tarda quince minutos en traer caliente el vino blanco que le pedí muy frío y otro cuarto de hora en allegar una triste ensaladilla, cuya al parecer laboriosa facturación exigía el mismo tiempo que Manolo, difunto tabernero de mi pueblo, dedicaba a preparar media docena de ensaladas, dispensar otros tantos porrones, empujarse un par de cervezas y contar unos cuantos chistes (malos, muy malos). Claro que Manolo no dirigía un gastrobar y desde luego su paciente feligresía que evitaba reírle sus chistes jamás le hubiera tolerado la clase de atropellos que digerimos hoy tan perrunamente como acabo de relatar. El tipo de trato que alcanza a tantas ramas de la vida diaria, propio de una cultura que merece extinguirse, cuya única gracia reside en que revive tu fantasía juvenil: te vas a tomar un café y zas, ya eres invisible.
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P.D. Aún queda lo peor: agosto y el terrible mundo chiringuito. Continuará.
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