La cesta de mimbre
Más de medio siglo la contempla. Al abrirla huele a monte, miel y recuerdos. A enseñanzas pasadas y venideras
En el alféizar de la chimenea de la casa del pueblo hay una cesta de mimbre. Podría decirse que olvidada, que sólo está de adorno, ... que nadie le presta atención. Pero no es del todo cierto. Es como una especie de ancla a la vida pasada. Y futura. Igual que ponemos fotos en las paredes o encima de los muebles de casa, para recordar a seres que ya no están o hitos de otros tiempos, la cesta está ahí para no olvidar lo que fuimos. Y lo que somos. Tendrá algo más de un palmo de alto y unos tres de largo. Con forma como de cuna pequeña y un asa de color verde, con un remate rojo en el punto del asidero. La cesta en cuestión tendrá más de medio siglo. El tiempo que me contempla casi ya en esta vida y los muchos años que los ojos de mi familia han pasado junto a ella. Tiene dos tapas en lo alto, que se abren de manera perpendicular. Es una cesta para coger setas. Sobre todo rebollones, como se conocen en La Mancha a los deliciosos y codiciados níscalos. Ahora está vacía, aunque en realidad está muy llena. Si la abres y olfateas su interior, huele a monte. A una mezcla de esporas de las setas, romero, miel y pinos. Yo la miro y viajo. A mi pasado, a la vida vivida y a las raíces que te anclan a la actual y que te permiten mirar al futuro sin vértigo. Objetos inanimados que en realidad te hacen fuerte. Allí, en la repisa de la chimenea, mientras escribo esto, me hace viajar hasta cuarenta años atrás. Un sencillo artilugio pero tan sofisticado como el De Lorean con el que Marty McFly se plantaba en los tiempos mozos de sus padres, Y yo viajo hasta la época de mi abuelo Demetrio. A aquellas eternas mañanas, entre niebla y campos humedos, buscando con él rebollones entre los montes de Piqueras. Jornadas deliciosas con nada más que andar entre pinadas, mirar al suelo y husmear entre las pinochas en busca del pequeño tesoro. Aunque aquellos días también aprendí una cosa. El valor de la humildad. De alegrarse con la alegría de otros. Con aquellos instantes en que mi abuelo hallaba con disimulo un puñado de rebollones. En vez de cogerlos y marcarse el tanto, me decía: «¡Arturo, ven! Mira por aquí que seguro que tiene que haber un rodal». Y se alejaba unos pasos mientras hacía círculos con la mano en la zona en la que yo debía buscar. Y yo ya sabía de lo que se trataba. Pero le seguía la corriente, y una y otra vez me mostraba expectante. Lo observaba feliz al tiempo que él me miraba desprendiendo la ilusión de un niño que recibe por primera vez los regalos de los Reyes Magos. Y bajo la pinocha aparecía un rebollón, dos, tres, cuatro... Y cada uno él lo acompañaba con gritos de júbilo de «¡otro!, ¡otro!, ¡otro!». Con la felicidad del ajeno.
Con esa misma cesta yo he ido a coger rebollones con mis hijos. Con bastante menos éxito que el que cosechaba mi abuelo. Ya tarde, uno se arrepiente de no haber escuchado más a sus mayores. De no haber aprendido más de ellos. De haber prestado más atención a cada una de sus palabras en aquellos instantes en que creías que te hacían perder el tiempo. Pues no se quedarían rodales secretos de rebollones conocidos por Demetrio sin transmitir... Pero con mis hijos también he hecho aquello de «¡busca por aquí, que tiene que haber!». Con el mismo circulo de la mano para rodear la zona. Y con idéntica ilusión en los ojos de pequeños y mayores. Y allí, en el alféizar de la chimenea, sigue y seguirá la cesta de mimbre. Siempre llena aunque esté vacía. De recuerdos, enseñanzas, ilusión y el tesoro de los momentos. De los pasados y de los venideros.
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