Quique Dacosta se hace infinito
El nuevo menú del cocinero en Dénia rompe todos los límites anteriores para meterte en un horizonte de sensaciones en el que su gamba, sus salazones, su arroz, sus almendras... su mar y su tierra se reinventan en un estallido de imaginación, elegancia y técnica que le coronan como único
Mister Cooking
Denia
Jueves, 31 de julio 2025, 23:55
Aquel 28 de julio, se levantó colmado de ilusiones, y eso que el calor era plasta. Pero sintió, sin embargo, que tenía ante él un ... tiempo infinito. De golpe, se encontró con que comenzaba su tiempo de vacaciones. Eso le permitía volver a sus esencias. Las personales y las olvidadas. Despojarse de los ropajes cotidianos -ese traje cruzado de responsabilidades y esa corbata asfixiante de decisiones encadenadas-. Volver a ser Cooking. Míster Cooking, para los menos amigos. Aquel súper agente alocado del País de las Gastrosofías. El hiperbólico y enamoradizo. El que llora ante los platos y vuela con delantal.
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Era verano. Eso lo cambiaba todo. Lo explica bien Anatxu Zabalbeascosa en el prólogo de 'La casa de verano', de Masashi Matsuie: «El calor marca un ritmo pausado de la vida. Sin embargo, más allá de la falta de aire, son esos días largos los que permiten el ocio, la calma y el aburrimiento». Es cierto. Son días de prosa y siestas de optimismo. Porque la quietud, como decía Andrés Neuman, es un «estado sumamente improbable». Por eso, para este espía, encontrarla era un regalo. Una quimera. Que, como también decía el poeta bonaerense, es el «antecedente de la buena idea». Así que Cooking pensó que podía ser buena idea (o no tanto) destripar este verano -en el que la quietud llega y la quimera le inunda- en su destartalado diario. Un compendio de recuerdos, como las vacaciones, anárquico e imprevisto.
Un diario que te narra cosas de las cocinas -y otras andanzas de vida-. Y que comienza aquí. Ya. O mejor dicho, que comienzo ya. En primera persona. Porque ese espía del que te hablo, es el mismo que está tecleando estas palabras. ¡Para qué engañarnos! Yo soy ese superagente a un adjetivo atado. El tipo enamorado de las historias al borde de un plato. Yo soy Cooking y te invito a pasar ratos este verano en el malecón del paladar. Donde la saliva es mar y los vinos son olas que flotan sobre el delantal.
Su nuevo menú se llama Octava; pero es, en realidad, como un ocho volcado que dibuja el infinito... Un menú que pervive crónico en la memoria
Neuman decía que las vacaciones son la «acción de transitar por los mismos lugares a menos velocidad». En uno de esos enclaves, a los que siempre volvemos con la vida en silencio, comienza esta crónica. El templo de la alta cocina valenciana. El lugar donde susurra el Mediterráneo. La casa de Quique Dacosta, que ese mediodía lucía una elegancia absoluta. La brisa se había aliado con el momento. Era suave. Con suspiros frescos. Con intención de ensimismarte. Bajo la sombrilla blanca del restaurante, todo comenzó a parecer un sueño. Como si, empujado por esa brisa, te fueras metiendo inconsciente en una historia en la que el cocinero de Jarandilla de la Vera te encapsula en una burbuja mágica. Donde el tiempo deja de serlo. Y la realidad es otra. Quietud y quimera. Un relato sin límites. Porque esta historia se antoja infinita, aunque Dacosta querría titularla Octava u Octavo, como el nombre que lleva su menú. Pero quizá, ni él mismo es consciente que, en realidad, es como un ocho volcado que dibuja un infinito. Que es, la sensación que te llevas cuando sales del local que asoma al mar. Todo tomado por un ambiente salino y aterciopelado. Mármol blanco y destellos azulados. Un oleaje infinito que se repite en bucle en tu memoria.
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Un jamón que no lo es, porque en realidad es pan. ¿O fue al revés? ¿Era pan, bajo un río de tomate, que quiere ser jamón? ¡Qué se yo! Cómo decirte que, con ese primer bocado, con el que se inicia el menú, ya sientes en tu estómago mariposas. Esas que arropan la escultura de Manolo Valdés que decora un rincón de la cocina de Dacosta. E intuyes que, aunque no ha comenzado el viaje, el relato culinario está abocado a ser un sueño entre cazuelas. Belleza e ingenio, bajo el cincel de la personalidad arrolladora de un cocinero de camisa blanca, siempre perfecta. Como su mesa. Como sus platos. Como su equipo de talento desbordado que siempre está detrás de cada paso. Todo pulcro. Armonioso. Lleno de destellos. Y brisa. Como la que me acarició cuando llegué al restaurante… La belleza danzante que no puedes atrapar. Sabores que bailan por tu paladar retando a tu memoria y escribiendo, sin tu saberlo, lo que recordarás en el futuro. Una espiral infinita de gozos. Placer y hedonismo. La vida en pausa.
Llegó la gamba entre pétalos de rosa y se desató la seducción y la ostra dejó de ser mucho más que ese tesoro que esconde perlas en el mar
Sólo con su equipo, el talento, la fidelidad y la pasión inquebrantable que demuestran, es posible alcanzar estas metas a golpe de cuchara y tenedor. Con Juanfra Valiente y Carol Álvarez. Con Francesca Baccon, omnipresente en la sala. Con mi admirado José Antonio Navarrete, que activa mis sueños y me invita a volar cada vez que descorcha con sus palabras mi inspiración. Porque son ellas, y sus vinos, y sus guiños… los de José Antonio y los de todo el equipo, los que me lazan al vuelo infinito que son los platos de un menú desbordado en elegancia; contundente en el sabor; milimétrico en la perfección; comprometido con el territorio que le da cobijo, y firme sobre el alambre que implica la cocina del ingenio y el genio. Como si todo fuera un enorme compendio de haikús. Como este tan hermoso de Yamagushi Sodo: «Esta primavera en mi cabaña / Absolutamente nada / Absolutamente todo». O como éste de Mario Benedetti, que me vino a la cabeza cuando probé el plato que mi hizo soltar, definitivamente, el lastre de la realidad y flotar. «Pasa que al trébol/ si tiene cuatro hojas/ no hay quien los aguante».
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En realidad, los tréboles del plato de Dacosta eran de tres hojas. Quizá alguno tuvo cuatro. Pero todos fueron sopa. Y los soportabas bien. Tan bien que quería más. Y aún quiero más. Quería que fueran infinitos. Un plato donde patinaba la sutilidad sobre un retrogusto amargo de gran finura -el agret- que penetraba en tu cabeza; el frescor de la salsa, que hacia chapotear tus sensaciones como regalándote libertad; el recuerdo ahumado de los piñones, que te llevan a un bosque de pinos mediterráneos que crepita bajo el imperio del verano; la seducción del cangrejo real, conjugando un bocado tan seductor que no puedo olvidar… Todo era, sencillamente, maravilloso. Un haikú perfecto, que fue encadenando verso tras verso, bocados y creaciones que te envolvían el alma. Que desbordaban el paladar.
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Llegó su gamba engullida por las rosas y todo se impregnó del aroma de la provocación -y no es una metáfora, es una sensación-. El maíz fue oro líquido y se arrodilló ante él, rendido. La ostra dejó de serlo para ser mucho más que ese tesoro que esconde perlas en el mar. Hubo un ramen de crustáceos, que jugueteaba a retar a tus labios: él te besaba y tú lo besabas. Hubo corales y estallaron las huevas de la llisa en mi cerebro que desde entonces no para de decirme: «quiero más, y más». El Mediterráneo ahogó mis labios.
Un arroz de lujuria (cómo no, siendo Quique) apareció convertido en un erizo despeinado al que le coronaban yemas de mar y tomate que acariciaban la parte más sensible de tus sueños, quizá hasta hacerte llorar. Una fideuà de montaña y castañuela quisó ser el plato de la temporada, con el pimiento reinando en esta creación compleja pero fantástica. Como el Hobbit. Y la croqueta más maravillosa que te puedas imaginar llenó de teatralidad el escenario de la mesa con una historia que no te voy a desvelar. Sólo que sepas que tuve que tapar mi rostro para evitar que Dios viera, en mí, la mirada del placer desbocado. Todo tan sencillamente maravilloso como complejamente extraordinario. Como un poema inesperado de Michel Houellebecq: «El mar estrellaba sobre la playa; / En espera de un segundo salvador, / Recogíamos conchas».
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La mesa fue un campo de almendros. Y todo fue un paisaje en flor. Una higuera me cobijó. Y me sedujo la miel que brotaba de su interior. Y el requesón me quebró. Y un polvorón se hizo nada. Y entre unas cosas y otras, los vinos de Navarrete marcando su propia historia, pero sin dejar de seguir el guion que dicta cada plato, cada ingenio, cada momento. Ube, jugando con Fino La Ina; la Merseguera, de Finca Calvestra; Un riesling, Trimbach… unas gotas de Gosset. Casta Diva. Opera y cocina. Sueños líquidos y guiños a la vida…
Así fue la aventura en el templo de la cocina. Así es el menú de Quique Dacosta 2025. Una octava que se echa a tu costado para ser en realidad una ventana al infinito. Una ventana a un mar de sensaciones que aún flotan en mi interior. Negándose a naufragar. Quizá, porque el recuerdo es el mejor barco sobre el que puede deambular la vida. Sin él, no hay nada… «Mientras revivo / acuden primaveras/ a mi memoria», escribió Benedetti.
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En ello estamos. Y en ello seguiremos. En revivir. Por eso, hemos abierto este diario loco, anárquico y disparatado. El diario de Mister Cooking. Ya sabes una forma de comerse el verano a bocados.
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