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Sin dejarse despeinar por el destino

Sin dejarse despeinar por el destino

Los Hermanos Cubero, popular dúo de folk originario de la Alcarria, pasan un fin de semana en Valencia para dar dos conciertos en el Tulsa, un pequeño local de Benimaclet

Txema Rodríguez

Valencia

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Viernes, 27 de septiembre 2019

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Hace una calor impropio o eso dicen los noticieros. Frente a la estación Joaquín Sorolla un autobús recoge a fans de La Polla Records, tocan más tarde en la plaza de toros, en viaje organizado de crestas y vaqueros prietos, se ve que un Imserso punk está al caer. Por la puerta sale también David Summers, el de los Hombres G, que vendrá a otras cosas según la hipótesis más plausible. Y unos minutos más tarde, entre la anodina masa de pasajeros subidos al convoy en Barcelona despuntan dos personajes peculiares. Uno, con perilla y gafas de pasta negra, semeja un oficinista ilustrado. Otro, con andares de galgo afgano y melena encrespada por la humedad, calza botas vaqueras de piel, traje azul claro y sombrero de cowboy. Son Roberto y Quique, y atienden al nombre artístico de Los Hermanos Cubero, dos tipos de Guadalajara, esa tierra que no tiene mancha ni lugar bien definido en el espacio y en el tiempo. Tocan folk, si se puede decir así, que se puede, y sus ídolos son un tipo de Kentucky llamado Bill Monroe y otro de Segovia, Agapito Marazuela. Ambos fallecidos hace tiempo o no hace mucho, según se mire, y los mejores del mundo en lo suyo, la mandolina y la dulzaina, aunque nosotros no lo sepamos, como tantas otras cosas.

Los Cubero cantaban cosas divertidas y folklórico-festivas del tipo «levántate resalada que vamos de romería» hasta que la muerte se cruzó en su camino. Olga, la pareja de Quique falleció hace tres años de un cáncer y le dejó con una hija, Abril, y un lío enorme en la cabeza. Él habla de eso sin tonterías. Cogió ese dolor y se puso a escribir canciones para deshacer el embrollo, de ahí salió un disco que Roberto presenta en directo con tierno sentido del humor, diciendo que es «el primer disco en solitario de Quique». En él se habla de la ausencia, la tristeza, el futuro, los recuerdos y las despedidas truncadas por la falta de valor. «El otro día, después de un concierto en Palma de Mallorca -dice- se me acercó un hombre y me contó que durante los dos últimos meses de vida de su mujer había estado escuchando el disco y que cuando murió pensaba que ya no podría volver a hacerlo. Pero sí que pudo».

Quique en la barra del Tulsa.
Quique en la barra del Tulsa. Txema Rodríguez

Llegamos al Tulsa, un humilde local de Benimaclet, en el que van a tocar dos días seguidos dada la demanda de entradas. Vienen porque les gusta este tipo de bolos y porque les cuadra la agenda. Habría mucho que contar de tantos lugares en los que tocan y actúan seres humanos sin ser considerados «cultura». Los hermanos, ajenos a los cantos de la traicionera fama, tienen curros normales, bromean sobre ellos en uno de sus temas aludiendo a la sección de Metal, Construcción y Afines, a la que pertenecen, y aprovechan los fines de semana para interpretar sus canciones en público, da lo mismo el Primavera Sound, el Womad o una humilde sala de barrio. Por la noche, mientras comemos unas bolas rebozadas de textura oriental y unos torreznos minimalistas servidos en cajas de cartón, Quique explica que no van a tirar por la borda tantos años de estabilidad laboral, y menos ahora teniendo responsabilidades familiares e hipotecas que pagar, porque sus trabajos al margen de la música, pese a las ataduras, son fundamentales «para poder hacer los que nos da la gana, lo que nos hace disfrutar, sin ningún tipo de limitación».

En director alternan su repertorio de música tradicional con las canciones que Quique compuso tras las muerte de su esposa.
En director alternan su repertorio de música tradicional con las canciones que Quique compuso tras las muerte de su esposa. Txema Rodríguez

Roberto saca la mandolina de la maleta. Aprovecha cada resquicio de la funda. Además del instrumento alberga tres o cuatro preciosas corbatas estampadas, la pasta de dientes, «y a veces hasta unos calzoncillos». Viajan con poco equipaje, «me ha traído el casco porque fuí a Sants en la moto, pero lo aprovecho -dice- mientras me muestra el interior lleno de cedés». Los ponen a la venta tras los conciertos con «la increíble oferta de uno por doce euros y dos por veinticuatro». Porque hay muchas teorías sobre el efecto emocional de las canciones de Quique que se vienen abajo en el directo. Ellos ríen y bromean respecto a la tensión de la tragedia personal frente a unos espectadores preparados para la lágrima. «Antes de acostarme miro tu retrato, la foto que tomamos en París…» arranca el más popular de sus temas. A Quique no le tiembla la voz, dice que le gusta cantar estas canciones, que le hace bien. Y las mezclan. Todo resuena imperfecto menos su entereza, ese cruce de tierra y sentimientos recios que desarman a urbanitas poco avezados en el arte de mirar a los ojos de la muerte. Le dan al pasodoble y a la seguidilla, los sonidos que les gustan, tiran de viejos repertorios populares, provocan un cortocircuito, porque de pronto se arrancan con una jota o un pasacalles. Y la sonrisa de Quique se hace presente mientras mira a Roberto, siempre se gira hacia él para sincronizar sus ritmos y luego, entre tema y tema, decidir cuál será el siguiente porque nunca siguen el orden de la lista que habían pactado antes de subir al escenario. Igual que la muerte rompió las previsiones y ellos antes habían quebrar una realidad homogénea, en la que todos somos obedientes y nos encaminamos al mismo precipicio. Sin embargo, los Cubero provienen de otra era, de otro mundo, de ese lugar donde existen mandolinas y los sombreros. Donde cantan sin dejarse despeinar por el destino.

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