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El rumor del agua

El rumor del agua

Millares está perforado por corrientes, el recuerdo de una tragedia y el miedo a la despoblación. También esconde tesoros, leyendas de escenas amorosas junto a manantiales y torrentes que desembocan en el Júcar. Pero antes pasan por El Monstruo, una cascada de más de sesenta metros, a la que llaman así porque su rugido se oye desde el pueblo cuando el barranco baja lleno

Txema Rodríguez

Valencia

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Sábado, 31 de agosto 2019

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Se oye la carrera del agua desde cualquier lugar. Es un rumor constante, tenue en algunas calles, bronco en otras, como andar sobre tuberías. Roger está sentado junto a un pequeño desnivel que forma más adelante una piscina natural sobre la brillan las sombras de insectos diminutos. Enciende un cigarro y su mirada se aleja sobre este paisaje familiar al que vuelve desde Madrid en busca del acuoso silencio del pasado. Me siento en una piedra y hablamos. Sus paisanos, dice, le reprochan que no viniera a tiempo para las fiestas de Agosto, cuando las calles cobran vida. La eterna paradoja, los de las ciudades buscan paz y los de los pueblos bullicio. Charlamos sobre nuestras vidas y viajes. Se prejubiló pronto en el banco en el que trabajó durante tres décadas pero como también obtuvo una plaza de funcionario decidió ocuparla tras ser despedido. «Técnico para la información del Estado, ¿a qué te suena eso?» -me dice con sorna- «a espía», contesto. Pero se ve que nada de eso, aunque ni me lo cuenta ni se lo pregunto. Viaja mucho por todo el mundo y hace informes. Ahora tiene 68, no los aparenta, y anda cansado de aeropuertos y hoteles. Nos contamos batallas sobre ingleses, franceses y helenos, pero no coincidimos en las simpatías. Él me recuerda, de cuando estudiaba, la expresión latina «temo a los griegos incluso cuando traen regalos». Resulta extraño citar a Virgilio junto al agua que corre hacia el barranco y que en unos minutos llegará el Júcar, aunque suena natural entre dos tipos que pisaron las aulas hace ya demasiados años. Se está bien a la sombra, tan lejos.

Millares no aparece mucho en los medios de comunicación. Lo justo para añadir una nota sobre el mapa de la despoblación en algún reportaje o para encender el rescoldo del drama que hace un cuarto de siglo marcó su destino. Siete de sus vecinos murieron intentando apagar un incendio forestal. Todavía se habla de ello en los bares. Y todavía se guarda silencio. Desde aquel año, también coincidió con el cierre de los últimos telares que daban empleo a sus vecinos, el pueblo entró en declive. Ha perdido a más de la mitad de sus habitantes. Hago preguntas a Roger. No por los que murieron sino por los que se quedaron. Y me explica las dificultades que históricamente han tenido para sobrevivir. Montañas habitadas por moriscos hasta principios del siglo XVII. Tierras repobladas por aragoneses. Me señala una construcción en ruinas, cuatro paredes cubiertas de vegetación, que un día fueron el molino de su abuelo. Tiene la ilusión de arreglarlo junto a sus dos hermanos y transformarlo en una casita en la que se puedan pasar unas semanas al año junto al pequeño cauce. Y hablamos del agua. Arranca en la parte alta del pueblo, en una gran balsa ahora cubierta y transformada en plaza, junto a una fuente de la que bebían los humanos y un poco más abajo un abrevadero para las bestias. Antes de llegar al molino del abuelo de Roger el líquido sigue un trazado lógico. Tras saciar la sed de los vivos el torrente discurre por el lavadero para transformarse al final en agua de riego. En su penúltimo tramo se lavaba la ropa de los enfermos. Me acompaña por las calles y me indica los lugares, los recodos empinados bajo los que discurre el caudal. Nos cruzamos con el alcalde, un tipo enérgico que comienza a desgranar todo lo que quiere hacer por el pueblo, esas cosas que hacen los políticos en cuanto tienen delante a un periodista, y nos despedimos de él deseándole un buen viaje de novios, de crucero por el Mediterráneo, matiza, que inicia al día siguiente.

Quiero ir a ver El Monstruo. Es una cascada enorme, también la llaman el tollo Jorge, al que va a parar el agua desde muchos puntos de la Muela de Cortes, hasta caer desde una altura de más de sesenta metros. No hay una única manera de llegar y todas son difíciles. El barranco, llamado del Nacimiento, por el que fluyen los torrentes, se puede sortear gracias a un pequeño puente de madera. Hasta hace poco había un simple tablón. Y desde ahí se inicia un arriesgado descenso, en especial un tramo por una empinada pedrera de rocas sueltas, que conduce hasta el lugar donde El Monstruo rompe contra la tierra. Sigo para el camino una mezcla de todas las indicaciones recibidas y una pizca de intuición. Bajo solo y a una hora mala en la que el sol pega duro. No llevo agua y desconozco qué manantiales son potables. Un par de cabras montesas me observan mientras me siento a la sombra para intentar recuperarme del esfuerzo. No voy a añadir a la soledad el error de los nervios. Me viene a la mente la escena de «Ni de Adán ni de Eva» en la que Amélie Nothomb decide subir el monte Kumotori Yama y es sorprendida por la tormenta de nieve sin ropa de abrigo y sin refugio. Cómo nos parecemos los humanos.

En Millares todos han bajado aquí en alguna ocasión cuando eran jóvenes y luego, con los años, les queda un vago recuerdo del frescor del agua atomizada sobre la piel, de la sombra y el sonido de la mole de líquido que parece venir del cielo emergiendo de un manto de musgo y hojas. Meto la cabeza bajo el chorro helado y me apoyo luego en una roca grande de la que huye una lagartija. Pienso en la conversación con Roger, en cómo estos pueblos se han ido quedando perdidos. En que no tuvo hijos porque se le pasó el interés, su amor de juventud no fue correspondido, y el de madurez, una novia «inglesa» nativa de Punta Umbría que trabajaba en la embajada de Nueva Zelanda en Londres, no pudo esperar. Lo dice sin aspavientos mientras enciende otro cigarro. Lleva una camiseta de la policía griega que le regalaron en algún lugar de Salónica. Se lamenta de que los jóvenes no estén dispuestos a realizar trabajos duros.

Con esfuerzo consigo subir el barranco, llegar al pueblo, un poco deshidratado. Alcanzo el primer bar y está cerrado, llego al segundo y veo cómo la mujer que lo regenta desaparece por una callejuela tras dar la vuelta a la llave. Dos críos juegan con una tableta en una de las mesas de la terraza. Necesito beber algo o caeré desmayado. Les pregunto si hay otro establecimiento y me contestan sin alzar la vista de la pantalla: «Si, el de los jubilados...pero no tiene wifi».

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