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Milagro en la calle Cañete

Milagro en la calle Cañete

En pleno centro de Valencia, con inicio y final en la calle Quart una pequeña calle guarda el secreto de la vida tranquila de los pueblos bajo la protección de un beato al que todos cuidan

Txema Rodríguez

Valencia

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Sábado, 20 de julio 2019

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En el centro de Valencia, con entrada por la calle Quart y sin salida, se encuentra la calle Cañete. Casas bajas, de las de antes, sin pretensiones. No muy ancha, breve y familiar. Cada día, y están acostumbrados, entran paseantes despistados que esperan ver por dónde continúa el camino y que, más o menos al llegar a la mitad, comprueban que no hay más. Una casa lo cierra. Suele advertir algún vecino: «¡que no hay salida!». En un tono amable, sin esa condescendencia propia de algunos. Y también informan de que el inmueble, sencillo, con unos azulejos sobre el dintel como reclamo, es la casa natal del Beato Gaspar de Bono. Después invitan al desconocido a pasar y ver la imagen, a resguardo en una discreta hornacina, con su túnica negra, y su color oscuro. Moreno. Tartamudo, aunque eso no se aprecia a simple vista, militar del emperador Carlos I, religioso de la Orden de los Mínimos, contemplativo y místico. Así fue el hombre en cuestión, fallecido en 1604. Aunque la vida, el microclima, de la calle Cañete hace pensar que todavía anda por ahí haciendo de las suyas.

Un grupo de mujeres charla en la calle. Es sábado por la tarde. Ayer echaron una partida a las cartas, pero hoy no. Preparan chocolate y unos bollos, es la víspera de la fiesta, cuando sale el beato de procesión por las calles vecinas, y charlan de las familias y del calor y del recorte presupuestario de este año. Ha habido que arreglar muchas averías en la casa, las enumera Antonio, el presidente de la Asociación El Clau (se llama así el grupo de personas, ciento cincuenta y siete, que cuidan del hogar y de la figura), un par de vigas de madera que hubo que forrar de hierro porque los jerifaltes municipales no las dejaron cambiar, las tuberías de agua, la bajante, un dineral. Este año, menos tracas. Pero todo parece llevadero junto al beato, del que unos y otros hablan con familiaridad, como si en cualquier momento fuera a salir a darse una vuelta por la calle, contentos de mantener en pie la casa donde nació, con sus paredes llenas de fotos de procesiones, mujeres con mantilla y exvotos con forma de pies, manos, de cabezas y cuerpos de bebés. Porque a Gaspar se le da bien mediar en los partos difíciles y en los problemas de los huesos. Además, teniendo en cuenta la relación entre las edades estratosféricas de las vecinas y su apariencia física parece que les procura favores especiales que no se incluyen en la medicina convencional. Dice Amparo, mientras da cuenta de un chocolate caliente y espeso, que su abuela vivía en la casa del beato y sus padres en la contigua, de modo que muchas veces compartía las noches con él y le hablaba fantaseando en conversaciones en las que el otro respondía, «y entraba mi abuela y le decía: calla beato, que te van a pillar». O cómo se inventó un milagro, porque ella con catorce años ya tenía novio y las otras niñas no, «les dije que era muy fácil, que tenías que ir donde el beato, tirarle del cordón y te salía uno; y claro, tuvimos que ponerle un cristal porque tanto iban a tirar que lo rompían».

Goya, que así se llama otra de las vecinas, se mete en su casa en busca de una foto, «que te voy a enseñar cómo era este calle y la de niños que había». Al cabo de unos minutos, con las imagen en la mano, tomada en 1925, las mujeres la rodean y repasan con el dedo los rostros perdidos de aquellos críos que fueron sus abuelos. «Farina» llamaban al antepasado de Amparo porque era muy moreno, el humor nunca falta, «Furtamorts», «Pantalonius». Cada apodo con su razonamiento real o inventado. «Pero aquí hay algo especial -señala Amparo- que yo de cría me caí rodando por las escaleras del Miguelete y no me rompí nada y hace un mes me pusieron un marcapasos y mira cómo estoy». De una de las casas salen tres jóvenes, dos hombres y una mujer, de aspecto desaliñado a los que invitan a tomar chocolate. Contesta ella, «gracias, Goyita, pero es que hemos bebido mucha cerveza y se nos va a cortar».

El domingo, día grande de la fiesta, van todos mudados. Por la mañana han llevado la imagen del beato hasta la iglesia de los Mercedarios y ahora, con la fresca de la tarde, van a recogerlo para devolverlo a su casa en una pequeña procesión que recorre en zig zag las calles cercanas y los casales de algunas fallas amigas. Muchos miembros de la asociación El Clau también lo son de En Plom o de Quart i Palomar. Hace calor y las terrazas de los bares cercanos están abarrotadas. Los hombres sacan la imagen del beato y la colocan sobre una estructura con ruedas, se ordenan las clavariesas, el grupo de danzas y los participantes. Todavía queda luz, aunque comienza a abrirse paso el atardecer, y los parroquianos del «Inmortal», un garito de música heavy contemplan con curiosidad la comitiva. Esas mezclas de sonidos y actitudes componen escenas difíciles de describir, recuerdan en la lejanía la escena en la que Robert de Niro (interpretando al joven Vito Corleone) recorría las sucias calles de Little Italy. Luego las calles se estrechan y se oscurecen. Los falleros, al paso de la comitiva, encienden una traca o unas bengalas. Los turistas se asoman desde sus apartamentos de alquiler y hacen fotos con el móvil mientras se cepillan los dientes. Y las mujeres, de vuelta a su calle, toman las andas y lo devuelven a su hogar. En este rincón milagroso donde viven tantos años.

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