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Un obrero refrescándose con una botella de agua este lunes. J.L.BORT

«Terminamos una hora antes la jornada por la ola de calor»

Los operarios de limpieza urbana pueden realizar descansos prolongados si lo necesitan, pero tienen que terminar el trabajo dentro del horario

Rosana Ferrando

Valencia

Martes, 12 de agosto 2025, 00:22

El aire en Valencia ayer pesaba. No se respiraba, se masticaba. Cada paso por el asfalto soltaba un aliento invisible que quemaba las plantas de ... los pies. Los toldos temblaban con un viento caliente que no refrescaba. Los valientes que decidían pisar la calle, entraban en cualquier establecimiento con la esperanza de disfrutar de unos minutos de tregua ante el aire acondicionado.

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Hasta las palomas se refugiaban bajo los coches, en la vaga sombra que proyectaban en el suelo. A las dos de la tarde, el silencio de las calles no era tranquilidad: era supervivencia. Este lunes el termómetro marcó 38 grados, el récord del año, y, en esta ciudad en alerta naranja, la penumbra era un lujo y el agua, un salvavidas refrescante.

En el día más caluroso del año, el centro parecía una postal desierta, pero había quienes no podían escapar del calor. Entre ellos, Soraya Mira y Lorenzo Báguena, barrenderos que, ayer por la mañana, recorrieron los Jardines del Antiguo Hospital con el sol en la nuca y cargados con todos los útiles necesarios para dejar el espacio limpio.

«Tenemos que limpiar cinco parques por la mañana», contaba Lorenzo, que llevaba una gorra como escudo para protegerse de su tocayo. «Un día normal, con horario de verano, trabajamos de 6.30 a 13.30 horas, pero hoy, con la alerta naranja, a las 12.15 ya tenemos que estar en la central», explicaba el joven.

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El adelanto en el horario no significó que el calor dejara de morder. «No nos proporcionan agua», añadía Soraya, «Nos la traemos de casa, la compramos en máquinas expendedoras o la reponemos en la plaza de la Virgen, donde hay fuentes de agua fría».

«Podemos parar y descansar a la sombra los ratos que necesitemos en los días más calurosos», comentaba Soraya. «Por suerte, a nosotros nos tocan parques con árboles que dan sombra, pero claro… luego hay más recintos que limpiar. La faena hay que sacarla igual y dentro del horario, así que no podemos detenernos mucho rato porque, si no, no terminamos nunca», lamentaba la trabajadora.

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Sus estrategias de supervivencia eran improvisadas y rudimentarias: pausas a la sombra, beber a sorbos pequeños y mojarse la cabeza en fuentes públicas. «Te refrescas cinco minutos, pero en cuanto sales al sol, es como si no hubieras hecho nada», se quejaba Lorenzo.

En cuanto a formación sobre protocolos de calor, ninguno de los limpiadores ha recibido ningún curso al respecto. No saben cómo tienen que reaccionar en caso de golpe o deshidratación propia o ajena. «Sí que es cierto que cuando llegan las temporadas de olas, como esta, nos mandan un documento con unas pautas y reglas que debemos seguir», aclaraba Mira, mientras cambiaba una bolsa de basura con unos guantes que la protegían de los gérmenes y bacterias pero humedecían sus manos de forma inevitable por la falta de transpiración.

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En la ciudad, el calor se expandía como una marea invisible que se colaba por cada rincón. El Ayuntamiento recomendaba precaución, pero en la calle, los que trabajaban sabían que la realidad era otra: no había toldo ni ventilador, sólo el cuerpo y su resistencia.

Soraya y Lorenzo se alejaron con gotas de sudor que dibujaban surcos en sus sienes, espaldas y piernas cubiertas por un uniforme largo. Empujaban sus carritos cargados hasta arriba, lo cual no ayudaba a que la tarea se hiciera llevadera. Las hojas secas crujían bajo sus pies. La ciudad siguió ardiendo hasta que cayó la noche, pero ellos ya habían terminado su turno y guardado la ropa hasta el día siguiente. El martes les aguardaba con la misma previsión

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