Plaza del Ayuntamiento, corazón de Valencia y el espacio más complicado
Un privilegiado enclave, cuyo complicado nacimiento algo tiene que ver con su pintoresca estampa: un irregular espacio, foco de continuas intervenciones y dotado de enorme encanto y extrema importancia
En el año 2020, la Fundación Goerlich editó una publicación que recogía el parecer de distintas personalidades (políticos en su mayoría, pero también expertos en ... arte, empresarios y miembros de la comunidad científica) sobre la plaza del Ayuntamiento. El volumen se titula 'La plaza', así, a secas: como si no hubiera otra en Valencia... Una denominación que tiene todo el sentido, porque aunque en efecto otras plazas se diseminan por su trama urbana, ninguna tiene el carácter totémico de este espacio que antecede al edificio consistorial, por donde bulle la vida ciudadana cada día del año. La plaza que estalla como toda Valencia en Fallas, cuando prende el ánimo colectivo y adquiere por lo tanto ese estatus singular que justifica que los autores de la publicación la llamen así, recurriendo al artículo determinado, siempre tan preciso. Y tiene también todo el sentido que fuera la entidad que custodia el legado del arquitecto Javier Goerlich la promotora de la publicación: sin la mano del genial artífice de la Valencia moderna tampoco se entendería la fisonomía de una plaza tan querida como compleja.
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Ese carácter múltiple que distingue este enclave con aire de encrucijada, urbanística pero además histórica, se desprende de una visión clave que ofrece en el prólogo de ese libro un descendiente de aquel Goerlich, Daniel Benito Goerlich. En su prólogo, el entonces catedrático de Historia del Arte de la Universitat de València, hoy jubilado, recalca cómo la complejidad de entender el espacio que rodea el Ayuntamiento se deriva de ese carácter irregular que tanta extrañeza causa cuando se pisa por primera vez. Recuerda que su nacimiento obedece a que este «centro emblemático» de la ciudad pasó a ejercer semejante función, de índole simbólica, luego de que recibiera el testigo del lugar que albergaba esa condición hasta finales del siglo XIX: la plaza de la Seo, articulada alrededor de la catedral, que albergaba los vestigios de la época romana así como otros núcleos ciudadanos de alta importancia; entre ellos, la Casa de la Ciudad, el Ayuntamiento de esa Valencia.
Goerlich observa cómo fue precisamente el incendio que sufre este edificio en 1853 el detonante trágico que traslada el foco gravitacional de la ciudad hasta la institución bautizada como Casa de Educandas, en la calle Arzobispo Mayoral. Nacía así «un nuevo centro urbano», que se beneficiaría del cruento desenlace de algunos acontecimientos de la época: por ejemplo, los derivados de la desamortización de los bienes de la Iglesia. En su artículo apunta cómo en el solar de la plaza del Ayuntamiento se ubicaba «con su jardín enverjado y sus huertos», el convento de San Francisco, una mole que sirvió como cuartel en 1835 y acabó siendo derribada en 1899, unos pormenores estupendamente recogidos en otra publicación fundamental, la escrita por el historiador José Huguet.
En 1891 adopta su forma de triángulo asimétrico, que tanto complica su ordenación: se derriba el convento de San Francisco
Es Huguet quien fija en esa obra el nacimiento de la actual plaza unos años antes: a su juicio, hacia 1890 ya puede intuirse la configuración que acabaría teniendo y que (más o menos) ha llegado hasta nuestros días. En su libro, editado en el año 2013 con ocasión de uno de esos tantos momentos en que Valencia (como hoy) intenta responderse a la pregunta de qué hacer con su plaza principal, anota que en efecto este privilegiado espacio se convirtió en el corazón de la ciudad desde que en 1891 los munícipes finiseculares, un poco al estilo de los actuales, empezaron a darle vueltas a la idea de cómo organizar ese entorno de enorme magnitud «para acondicionar el enorme solar vacío que quedó tras el derribo del cenobio y de la vecina cofradía de los Genoveses».
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Son los años durante los cuales, en paralelo, avanzan las obras del edificio consistorial, cuya fachada se empezó a construir en 1906 aunque no se concluyó hasta 1930 por diversos contratiempos registrados en el curso de los trabajos. Unas fotos del propio Huguet que acompañan la publicación dan idea del carácter homérico que debió tener para la Corporación de la época acometer la urbanización del terreno que rodea el Ayuntamiento: equivalía a intentar dotar de una organización racional un gran erial, asilvestrado. Son imágenes elocuentes. Hablan de un espacio donde en 1899 se había construido un parque con un pequeño estanque artificial. Pronto dejó incluso de llamarse plaza de San Francisco, en atención al convento demolido. Fue bautizada como plaza de Emilio Castelar, el nombre que perduró hasta el final de la Guerra Civil, cuando pasó a llamarse plaza del Caudillo, antes de adquirir con la democracia su denominación presente.
El plan del arquitecto Aymamí, fechado en 1910, preludia otro momento central: la intervención de Goerlich y su 'tortada'
También apunta Huguet que el nacimiento de ese nuevo espacio central para Valencia no puede entenderse sin la necesidad de salvar las exigencias que imponía y aún impone la vecindad de edificios como la sede de Telefónica o el que acoge a La Equitativa, donde estaba entonces la estación del ferrocarril, porque la Estación de Norte se fecha en 1917: hitos arquitectónicos que exigían un planteamiento urbanístico original, atrevido. Una propuesta que aceptara la irregularidad resultante de todas estas intervenciones en el solar, objeto de la actuación decisiva que acomete el Plan de Reforma Interior de 1910, obra del arquitecto municipal Federico Aymamí.
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Aymamí, concluye Huguet, es el hombre clave que ayuda a explicar la extravagante estampa de la plaza, una rareza donde (opinión personal) habita gran parte de su encanto: la plaza del Ayuntamiento no se parece a ninguna otra, un atributo muy atractivo pero que sigue dando dolores de cabeza a quienes tratan de abordar su mejora y seguramente alguna jaqueca también garantizó al artífice de su reinvención. ¿Qué hizo Aymamí? Puede concluirse que más o menos lo que pudo, habida cuenta la dificultad de origen: el arquitecto municipal atacó esa curiosa forma de triángulo irregular ensanchando el espacio a costa de una nueva tanda de derribos a ambos lados de la misma que se extendían hasta la Bajada de San Francisco. «El plan de reforma, que obedecía a una visión higienista, de aireación y apertura de avenidas y calles anchas, empezó a ejecutarse unos años antes del Gobierno de la II República», anota Huguet, quien se permite al respecto recordar una humorada: «El arquitecto Juan José Estellés aseguraba que una acera era borbónica y la otra era republicana».
Son palabras que se han trasmitido a la Valencia actual y ayudan a comprender la imagen que ofrece la plaza: aluden a cómo el lado oeste fue el primero que se derribó y reconstruyó durante la etapa del gobierno conservador (en esta orilla triunfa una arquitectura historicista «que seguía el modelo de la madrileña Gran Vía») mientras que la acera este se edificó durante el gobierno republicano «y sus edificios seguían las directrices del racionalismo». Ya es más o menos la plaza que hoy nos saluda. La que se beneficia del plan ejecutado por Javier Goerlich en 1928, la que incluye su desaparecida 'tortada', hoy en trance de recuperación. La plaza reurbanizada en 2003 según una mejorable propuesta. La plaza que, en opinión de otro arquitecto, Javier Domínguez, «seguirá siendo ese gran teatro en que la ciudad se reconoce siempre a sí misma».
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