Juan Manguán, el hombre que nunca se jubilará: 77 años y al pie de su taller en el corazón del Carmen
Último guardián de un oficio que se extingue, un artesano que encuentra la felicidad y el sentido de su vida entre máquinas de coser y recuerdos de un barrio que ya no existe
El barrio del Carmen, ese entramado de calles estrechas que late en pleno corazón de Valencia, ha sido testigo de todas las metamorfosis de la ... ciudad. Donde antaño se levantaban hornos de pan, sastrerías, zapateros, ultramarinos y talleres artesanos, hoy dominan los bares de copas, las franquicias de comida rápida y los apartamentos turísticos. Allí donde los vecinos se conocían por el nombre y las puertas quedaban entornadas, late ahora un barrio cosmopolita, cambiante, con un pulso marcado más por el turismo que por la vida vecinal.
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En medio de esa transformación silenciosa aún resisten unas pocas figuras, centinelas de otra época. Entre ellas, destaca Juan Manguán, sentado a diario en la puerta de su taller de máquinas de coser, en la calle de los Borja, junto al Palau de la Generalitat. A sus 77 años, con un delantal manchado y rodeado de herramientas y engranajes, se ha convertido en un símbolo de lo que este barrio fue y de lo que lentamente se desvanece. «De artesanos ya no quedamos casi nadie», asegura con una mezcla de orgullo y tristeza. «Con los dedos de una mano sobran para contarlos. Y, sin embargo, yo sigo aquí porque esto es mi vida, y estaré aquí hasta el día que me muera».
El negocio lo levantó su padre en 1960, en plena posguerra, cuando Juan tenía apenas 12 años. «Los inicios fueron durísimos. No había ni para poner cristales en la puerta», recuerda. «Trabajábamos 13 y 14 horas al día, mi padre y yo, pero con constancia salimos adelante». A base de esfuerzo, llegaron a tener tres tiendas: la del Carmen, otra en la calle Calatrava y una más en la Plaza de la Merced. En aquellos años, casi no había mujer que no cosiera en casa, ya fuera para vestir la familia o para sacar un sobresueldo cosiendo ropa por encargo. El auge duró hasta finales de los setenta. «Era una época muy buena», rememora Juan, con una claridad que asombra. «En Valencia había fábricas de bolsos, de cinturones, de confección casera. Había vida, había trabajo. Hoy… no queda nada. Todo lo hacen fuera. La clase media se ha ido abajo».
La tienda de Juan, sin embargo, nunca bajó la persiana. Ni cuando las grandes superficies entraron en escena, ni cuando el barrio se transformó en un polo turístico, ni cuando los oficios tradicionales quedaron condenados al olvido. «Yo lo mantengo por dos razones: porque si no estuviera aquí ya estaría en el cementerio, y porque quiero mantener el nombre de mi padre, que fue quien montó esto», afirma con serenidad.
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Un taller lleno de historia
Tras la puerta del número de los Borja, el visitante se encuentra con un laboratorio del tiempo. Decenas de máquinas de coser, algunas desmontadas, otras relucientes, conviven con piezas centenarias que Juan guarda como colección propia. «Tengo máquinas de 1.800, de 1.900, alemanas, francesas… todas antiguas. Están aquí porque llevo muchos años en esto. Es bonito de ver, aunque es una lástima pensar que se perderán cuando yo falte». A diferencia de otros talleres ya desaparecidos, el suyo no se sostiene por las empresas: son los particulares quienes siguen confiando en él. Mujeres que aún cosen en casa, coleccionistas, vecinos de toda Valencia e incluso clientes que llegan desde pueblos cercanos. «Vienen de todos lados. El otro día mismo reparé una máquina que había venido desde Muro de Alcoy», sonríe mientras acaricia una pieza de hierro perfectamente engrasada.
Su rutina es la de toda una vida: abre el taller hacia las ocho de la mañana y lo cierra al caer la tarde. No hay vacaciones. Tampoco las necesita. «Soy feliz aquí. ¿Qué más vacaciones quiero? Estoy en mi casa, hago lo que quiero, nadie se mete conmigo. Eso es felicidad». Si algo duele a Juan es el cambio del barrio. Lo ha visto nacer, crecer y transformarse hasta volverse irreconocible. «De los nativos quedamos cuatro o cinco. Toda la vida he vivido en la Plaza de la Virgen y aquí éramos como una familia», cuenta. «En verano sacábamos las sillas a la calle, hablábamos hasta la madrugada, los chavales jugaban… Hoy, nada de eso existe.
Hoy todos son pisos turísticos, alquileres, bares para los turistas. El barrio ya no es nuestro». Detrás de cada comparación late un poso de añoranza. Recuerda las droguerías, los hornos con olor a pan recién hecho, los señores que fabricaban jaulas para pájaros, los ultramarinos donde se fiaba a cuenta. «Hasta un escultor había en la esquina. Todo desaparecido. Ahora los artesanos, como yo, somos especie en extinción». Pese a todo, Juan no se siente derrotado. Su discurso, entre la crítica social y la memoria, está marcado por un convencimiento profundo: su vida tiene sentido mientras repare máquinas de coser. «Me preguntan si me voy a jubilar. ¿Para qué? Si dejo esto, estoy muerto. Aquí soy feliz. Y eso es lo único que importa».
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Su familia lo respeta. Su mujer falleció hace unos años, y vive con sus dos hijos, que han tomado caminos distintos. «Mi hijo se dedica a los aviones, nada que ver con esto. Así que el día que yo falte, el taller cerrará. Pero mientras, esto seguirá abierto». En cada frase, Juan destila la filosofía de alguien que ha sabido vivir con lo que tenía. «Lo más bonito de este trabajo no es solo arreglar máquinas, sino hablar con la gente. Escuchar, conversar, dialogar. Si una señora está enfadada porque algo no ha salido bien, la dejo que se desahogue, y luego le pregunto qué quiere que haga. Y lo solucionamos. Eso es lo humano, y eso también se está perdiendo».
Porque además de reparar artilugios, Juan sabe reparar silencios, calmar impaciencias, devolver confianza. Su taller no solo es un lugar donde las agujas vuelven a coser, sino también un refugio de diálogo, de trato humano, de esa cercanía que antaño definía los barrios y que hoy escasea. A los 77 años, su fuerza de voluntad se convierte en un ejemplo. En una sociedad que empuja hacia la jubilación temprana y que arrincona a los mayores, Juan reivindica con su propia vida el valor de seguir haciendo lo que a uno le gusta, sin importar la edad. «Mi vida es estar aquí. Y aquí estaré hasta el último día». El suyo es un legado costumbrista, un testimonio vivo que habla tanto de máquinas como de personas, de la dignidad del trabajo manual y de la importancia de encontrar felicidad en lo cotidiano. Mientras el barrio continúa su transformación, él resiste como un faro de memoria y de autenticidad.
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Y cada mañana, cuando abre la puerta del taller, Valencia recupera por unas horas el aroma de un tiempo donde la ciudad era, sobre todo, humana.
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