Enrique Ponce, el torero impasible
Educado y cartesiano, estable hasta en el matrimonio, todo en Enrique Ponce tiene medida, salvo el hecho de que haya lidiado más de 4.000 toros y siga sano y cuerdo
francisco apaolaza
Miércoles, 18 de marzo 2015, 12:01
Enrique Ponce (Chiva, Valencia, 1971) cumplió 25 años de matador el lunes en Valencia y está de una pieza. A veces las estadísticas disuelven los milagros, pero, para entendernos: matar más de 4.000 toros y andar por ahí sano y cuerdo es como cruzar una ciudad en pleno bombardeo sobre una bicicleta de paseo mientras se silba la melodía de Verano Azul. Sostienen los entendidos que no lo ha hecho nadie, solo él, que vive en esa jungla con cierta flema británica, como si todo fuera normal. En lugar de gritar "Soy el puto amo del mundo", dice que se enfrenta a su aniversario "con sensaciones positivas y mucha emoción". Y ya.
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Esa contención contrasta con una afición desmedida por ponerse delante de un animal de 500 kilos con dos pitones. Es un caso extraño. Era un niño bueno y con cabeza, pero el abuelo Leandro, un oficial de peluquería de Motilla de Palancar (Cuenca) que había soñado la tauromaquia en la parte seria de un espectáculo de toreo cómico, le puso un capote entre las manos y lo volvió loco. El día de su alternativa (16 de marzo de 1990), el cronista José Luis Benlloch describió esta escena entre Enrique y Leandro, un texto aparecido en la prensa que ilustra aquella relación: "Le vio venir de frente. Y justo cuando los fotógrafos dejaron paso a las cuadrillas, se miraron los dos fijamente. Fueron apenas unos segundos, no necesitó más. El abuelo dejó escapar un suspiro de alivio. Todo marchaba bien. Si lo sabría él, que lo conocía como nadie".
Leandro se fue con cien años en 2013 y ni siquiera él, en sus sueños desmedidos de abuelo, podía imaginar que el fuego de la afición prendería con semejante brío. El nieto fue un niño prodigio de la tauromaquia. Con siete años le echó una becerra y al verlo supo que el chaval serviría. Con diez debutó en público, ganó todos los ciclos de novilladas y con 17 era cabeza del escalafón de novilleros y lidiaba en Madrid y en Sevilla. Con 18 era el primero del escalafón y se doctoró con 19 años en Valencia con Joselito de padrino y El Litri como testigo. Nunca se bajó de ese viaje incómodo y angustiante de la habitación del hotel donde monta unas capillas enormes como la Sagrada Familia y el coche de cuadrillas, de Nimes a Bilbao (donde le adoran), a Valencia, a México, al fin del mundo. En toda esa carrera ha indultado 44 toros y la suerte o su técnica le han respetado el cuerpo. Ha sufrido pocos percances y uno de los más graves fue el año pasado, cuando entró en la enfermería de Valencia diciéndole al cirujano que tenía una cornadita en la axila. De 25 centímetros.
Fácil lo difícil
Se torea como se es. Y Ponce siempre fue un tipo medido que hizo fácil lo difícil. La visión innegable del toro, la manera preclara de conformar una lidia para cada animal, el tratamiento desinfectado, todo eso hizo de él un ser infalible, el dios del toreo de algunos y el exceso de facilidad para otros, como si convirtiera en rutina mecánica un espectáculo que, en su raíz, es puro sobresalto. Durante diez temporadas, de 1991 a 2002, ha sido el único matador en lidiar más de cien corridas al año. Eso es un imposible. Ese salir indemne le ha hecho oponerse a la filosofía radical del arte de José Tomás. Los partidarios de Ponce le afean al de Galapagar hacer disfrutar con el Uy en lugar del Ole y los de Tomás le echan en cara un espectáculo demasiado soft, demasiado dentro de las fronteras de lo razonable. El poncismo y el tomasismo son dos maneras casi contrapuestas de ver el toreo y, por lo tanto, de ver la vida.
Siempre tranquilo, siempre teniéndolo claro, siempre haciendo lo que hay que hacer a cada toro, ha vivido en una regularidad que esconde falsamente su casta, que la tiene. Es con los toros peligrosos, con los complicados, en el terreno de las cornadas duras, donde se viene arriba y una tormenta peligrosa sucede a su natural quietud anticiclónica y mediana. Ahí se despeina. Ponce puede tolerar muchas cosas, salvo que se le vaya un toro con la batalla ganada.
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También se es como se torea. A Ponce, con esa mirada suya sosegada y un punto lenta y distante como de abogado londinense, todos le conceden un deseo de agradar, de no montar líos, de portarse bien. Es un tipo educadísimo, hasta con sus enemigos. Vayan y miren, que no le encontrarán escándalos. Su vida no es la de esos matadores que dejan a su paso un reguero de sujetadores partidos. Entre las aficionadas -y los aficionados, no se crean- ha desatado pasiones en ocasiones ruborizantes que él no ha correspondido más que con agradecimiento. Todo vuelve siempre a ser chic sin estridencia, como si hubiera llegado a este mundo para aparecer en las revistas rosas de abolengo que le idolatran. A él y a su esposa. Son carne de papel couché, pero de la parte seria. Ella siempre bellísima, él envuelto en trajes de chaqueta de confección precisa casi quirúrgica. Lorenzo Caprile lo viste hoy de goyesco en un homenaje por los 25 años que recibe en la plaza de Castellón, y hasta esa noticia, nimia en comparación con los posados en pijama de José María Manzanares en la Maestranza, resulta casi extravagante.
Sus grandes amores
En Enrique Ponce reina por encima de todo esa sola mujer que se llama Paloma Cuevas (Córdoba, 42 años), una de las más elegantes de España, hija del matador retirado Victoriano Valencia, con la que se casó en 1996 y que está loca porque se retire. Y sus dos hijas, Paloma, de siete años y Bianca, de tres. Cuentan que en esa casa se vive una felicidad sólida y lineal que se quebró en diciembre por el mazazo de la muerte repentina y temprana de Victoriano Cuevas, hermano de Paloma, que ha dejado un socavón en la familia.
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Si a su vida le hicieran un análisis de sangre no habría exceso de triglicéridos, ni cifras en rojo. Vicios, pocos: el fútbol con los colegas de la infancia, la caza y el golf. Y el toro. Adora entrenar horas y horas en un bucle casi obsesivo por la perfección y pasa el tiempo en el fincazo que posee en Las Navas de San Juan (Jaén), un terreno sembrado de becerras y venados en el que le gusta perderse cuando le quema la fiebre. El campo se llama Cetrina y cuando no torea, desayuna ensaimadas mojadas en horchata del vecino Villacarrillo y al mediodía bebe cerveza clara de un porrón frío. Todos los toreros quieren una finca, él tiene al menos dos. La rural de Jaén y la urbana de Madrid: se ha publicado que se ha comprado una casa enorme en La Finca, la lujosa urbanización de Pozuelo de Alarcón con un vecindario plagado de nombres ilustres: Cristiano, Torres, Alejandro Sanz, Bardem y Penélope...
Pocas cosas se salen de esa racionalidad comedida y cartesiana. Sin duda una es su amor desatado hacia los toros. Nadie sabe cuándo se va a retirar, pues podría pasar la vida toreando, con o sin público (le ocurre también a José Tomás). La otra es su cuadrilla insigne de amigos, entre los que están Mario Vargas Llosa (al que sacó a torear al alimón), Raúl González (otro con casa en La Finca), Fernando Botero, Luis Miguel, Juan Manuel de Prada, Boadella, Agustín Díaz Yanes o Julio Iglesias, que dijo de él, que si hubiera sido cantante, habría sido Julio Iglesias. Pero el abuelo Leandro le hizo torero.
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