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«En Estados Unidos me financió mi mujer y cogíamos los muebles de la calle»

La humildad no está reñida con un brillante currículum. Lo demuestra este catedrático que confiesa preguntarse todavía si da la talla después de trabajar «doce años a la sombra de don Santiago». Se refiere a Grisolía, uno de los referentes del presidente de la Fundación de los Premios Rey Jaime I

MARÍA JOSÉ CARCHANO

Martes, 11 de abril 2017, 20:48

Criado en una familia burguesa valenciana, educado en El Pilar, curtido en las aulas universitarias americanas y madurado junto al gran Santiago Grisolía, Javier Quesada se muestra como un lúcido analista de la realidad que le rodea, siempre amable, algo serio y muy reservado en lo que respecta a su vida privada. Un señor. Sólo al final de la entrevista deja asomar un punto divertido, algo socarrón, que debe sacar sin reservas con esa familia a la que se siente muy unido y que es titular de la empresa Pavasal. Sentado en el despacho del presidente de la Fundación de los Premios Rey Jaime I, está claro que no lo usa demasiado desde que hace seis meses accedió al cargo, como tampoco lo hizo, según confiesa, su antecesor y creador de tan reconocidos galardones, el doctor Grisolía. La biblioteca de la estancia enseguida llama la atención porque no hay obras científicas, sino novelas, la mayoría de principios del siglo XX. «Se trata de la colección privada de Santiago Ramón y Cajal». En una de las paredes, un pequeño dibujo hecho a lápiz por quien ocupó el corazón del premio Nobel. Está durmiendo la siesta de espaldas. Una joya.

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-Suceder a Santiago Grisolía sabiendo la huella que ha dejado no debe ser fácil. ¿Siente responsabilidad? ¿Orgullo?

-Es un orgullo, pero también una responsabilidad. Todavía lo tengo cerca, como un referente, y hablo casi todos los días con él. Suceder al fundador es una tarea interesante y compleja porque, aunque los criterios son continuistas, yo no soy su figura y tengo que conseguir que este traspaso resulte un éxito para que la institución salga fortalecida.

-¿Cuándo conoció al premio Príncipe de Asturias?

-En realidad le conocí mientras ocupé cargos públicos en la administración autonómica y venía a la Conselleria de Economía a pedir, no para él, claro, sino para los premios. Empezamos a tener mucho contacto y cuando volví a la universidad después de estar en el gobierno de Camps se me aproximó y empecé a venir a las reuniones de una manera informal. Empezamos a tratarnos y poco a poco generamos una relación de confianza. Fue él quien vio bien que yo le sucediera.

-Tiene usted un currículum muy brillante. Quizá por eso Grisolía consideró que merecía el cargo.

-Ocupar este sillón es una preocupación en ese sentido, porque quizás el nombramiento te puede venir grande. Yo he estado buscando y siempre lo digo: «Cuando encuentre a uno mejor le voy a pasar los trastos». Además, no hay que eternizarse en los cargos y yo ya llevo doce años a la sombra de don Santiago. No quiere decir que desee abandonar. Es que a veces me pregunto: «¿Doy la talla?».

-Como ha dicho antes, tuvo cargos públicos en el Gobierno del PP, primero como director general de Economía y luego al frente de la Agencia Valenciana de Ciencia y Tecnología. ¿Por qué dijo que sí cuando se lo propusieron?

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-En el fondo hay detrás una vocación de servicio. En 1995 acababa de ganar el PP y yo les dije cuando me lo propusieron que no conocía a nadie en el partido. Me contestaron que no importaba. Después de ocho años salí contento de la experiencia, porque la política tiene dos lados, el deseo de dedicarse a los demás y luego esa vertiente oscura, que es la ambición y el interés más execrable, el de beneficiarse de forma particular. Es ingrato además porque si no cuentas te tiran como un pañuelo. Como una experiencia temporal no lo vi mal. Permanentemente no me interesa.

-¿Qué sacó en positivo de esos años en política?

-Te mejora como persona, te haces más realista. Y conocí a mucha gente valiosísima.

-Volvamos un poco atrás. Vivió muchos años en Estados Unidos, donde fue estudiante y profesor. ¿Por qué se marchó en aquel momento? No era tan habitual como ahora.

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-Porque quería hacer un doctorado. Era entonces la España de Franco y en 1972 aquí estábamos en un mundo que iba a cambiar pero no estaba claro de qué manera. Me atraía irme fuera y pedí una beca Fullbright. Sorprendentemente, me la dieron. Yo creo que fue la primera en Economía que se concedió en la Comunitat Valenciana. Me ayudó mucho un diputado socialista, Manuel Sánchez Ayuso, entonces decano de la facultad. El dinero de la beca, que era para un año, me duró un mes. Fue mi mujer quien me financió, ya que ella trabajaba de enfermera.

-No me diga que lo pasó mal.

-A ver, no nos podíamos comprar el periódico, por ejemplo, y había que ir a la biblioteca a leerlo. Y cogíamos los muebles de la calle. Yo pensaba: «Si se entera mi padre» Pero no me parece una heroicidad, allí no existe el qué dirán, sino un gran practicismo. Además, siempre piensas que tienes detrás un apoyo, nunca me he sentido desamparado. Lo que está claro es que a veces te tienes que ajustar al tiempo en el que vives.

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-Si ya de estudiante estaba con su mujer, deduzco que llevan muchos años de convivencia.

-Es que en aquella época no podías irte si no te casabas, así que anticipamos la boda. Pensábamos además que si me iba y ella se quedaba podía enfriarse la relación. Hicimos bien, porque nos fuimos juntos y ella se adaptó perfectamente. Yo creo que al principio estuvimos muy solos y cada vez que veía un avión no quería más que volver, pero es que no vivíamos en el mejor lugar para integrarnos, en Cincinnati, en el estado de Ohio. Luego estuvimos un año en Boston y aquello ya era muy diferente. Todos los días había en la ciudad alguien relevante, pasaban cosas y te sentías parte de ello.

-¿Hay que ser valiente para irse?

-No, hay que tener veinticinco años, y no pensar como una persona de cincuenta. Yo creo que en parte eso se ha perdido, veo a los jóvenes más pendientes de las pensiones. No se me ocurrió en aquel momento qué pasaría el día en que me jubilara y ahora les preocupa mucho perder un año de cotización. Nos íbamos sin ningún horizonte concreto y pensábamos: «Dios proveerá».

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-Décadas atrás las comunicaciones eran distintas además.

-Cuando yo me fui hablábamos por Navidad tres minutos por teléfono, y mi madre no hacía más que repetir: «Cuelga, que es muy caro». Y volvías una vez cada año o año y medio. El mundo ha cambiado mucho en ese sentido. En mi época escribíamos cartas, quizás una por semana, y cada año tardaban más, porque el correo no ha sido nunca muy allá. Me enteré de la muerte de Franco porque lo dijeron en la CBS y la noticia duró diez segundos. Te das cuenta de que no pintas nada fuera. Y menos si hablas de una autonomía. Nos creemos que somos el ombligo del planeta pero Europa se considera un tema menor en Estados Unidos. España es muy de pueblo y hay que perder la caspa, pensar que este es el sitio donde mejor se vive del mundo es una forma de conformarse.

-Pero usted volvió. ¿Por qué tomó esa decisión?

-En Estados Unidos todo funciona y si no estás tú hay un coreano o un chino que te sustituye. En España había muchas cosas por hacer, sabía que traía un mensaje distinto, que iba a poder contribuir a cambiar algo a mejor, modestamente. Y, en efecto, era un gran contraste la economía que se impartía allí con la de aquí, en una universidad muy ideologizada y muy de izquierdas.

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-Vayamos un poco más hacia atrás. Debió ser una alegría para su padre que estudiara Economía, pensando quizás en la empresa familiar, Pavasal, pero luego se decantó por a enseñanza. ¿Por qué?

-No sé de dónde me viene la vocación de enseñar porque es cierto que de empresario nunca he ejercido, quizás porque no hay tiempo para todo, aunque ahora pienso que ha sido la pata que ha faltado en mi carrera profesional. En su día mi padre me presionó mucho y por eso posiblemente me reboté. Suele pasar cuando los padres te dibujan una trayectoria y piensas: «¿Y si hago yo la que me parece?» Creo que enseñar estaba ligado para mí a aprender y estudiar. No sólo quería tener más conocimientos, sino que a continuación sentía la necesidad de contárselo a alguien, y de esa manera me he visto realizado. Me ha hecho sentirme productivo. Y sí, reconozco que soy mejor comunicador que investigador.

-Porque a su padre le hubiera gustado que formara parte de la empresa familiar...

-Sí, claro. Haber estado al menos más vinculado, echar una mano. En aquella época no coincidía con él en muchas cosas, pero posteriormente hicimos borrón y cuenta nueva y nos llevamos muy bien, ahora hay mucha armonía. Y al final no pasa nada porque todas las familias tienen hijos que no quieren seguir con la medicina o la abogacía. Los míos, por ejemplo, decidieron estudiar Ingeniería y Química.

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-¿Fue para usted una frustración o al recordar aquellas presiones paternas decidió dejarlos libres?

-Para mí no ha sido ningún problema, al contrario. Además, soy hijo de químicos, mi hermano también lo es y a mí me gustaba, aunque pensé que ya había demasiados en la familia. En aquel momento se había creado la Facultad de Económicas, no había trayectoria y aquello me retó.

-¿Ha intentado usted abrir nuevos caminos?

-En realidad las cosas están prácticamente inventadas y sólo se trata de imitar lo que ya hacen otros con éxito. Tomar una experiencia, volver y aplicarla, como en los programas de doctorado. Te choca por ejemplo que allí tenías que seguir dando clase sin parar si querías cobrar en los meses de verano. Aquí pagan peor, pero somos menos mercantiles. Recuerdo que volví de un viaje dentro de Estados Unidos y como allí hay distintos husos horarios no me cambié el reloj. Llegué una hora tarde a la clase. No quedaba nadie pero al día siguiente me empezaron a preguntar los alumnos por qué no había ido. Me di cuenta de que como pagan no les gusta perder la clase. Yo me excusé, y les dije: «Es la primera vez que me pasa y no me volverá a ocurrir». De todo aprendes, y por eso yo siempre digo a los estudiantes que se vayan muy lejos, muy pronto y muy lejos. Es la mejor forma de volver.

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-¿Sus hijos también lo han hecho?

-Uno hizo el doctorado en Holanda y estuvo cinco años viviendo allí. El otro se fue a Estados Unidos, luego residió en Madrid y ahora los dos viven en Valencia. Su idea no era estar aquí, sino que la vida les ha traído de nuevo.

-Es usted muy cosmopolita pero, ¿qué tiene de valenciano?

-Muchas cosas, como el amor a la música. Si veo una banda me voy detrás porque me encanta. Otras no me gustan tanto, como el ser muy conformista, poco solidario y apenas activista. El valenciano no confía en las acciones colectivas y por eso es difícil montar instituciones que provengan de la cooperación. Mi objetivo ahora es implicar a las empresas para que se sientan parte de estos premios.

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-¿Le preocupa lo que le llegue en el futuro, a nivel personal?

-Cada día, aunque no me entere, estoy sufriendo ataques internos de enfermedades potenciales que se apoderarán de mí en cualquier momento y que lanzarán un ataque parcial o final. Eso que dicen: «Estaba tan bien» Yo soy muy consciente de que eso puede pasar en cualquier momento.

-¿Y eso le ocupa? ¿Le preocupa?

-No, eso quiere decir que hay que acortar los horizontes. Si antes decías «vamos este verano», ahora prefieres este fin de semana, por si acaso, porque puede pasarte algo a ti o a alguien de tu entorno. No digo que te vaya a arruinar la vida, pero sí te la hace más mostosa. Y que lo que tenga que venir, como no puedes hacer mucho, pues ya vendrá.

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