Dejé la segunda temporada de 'Separación' ahí, apartada en un rincón de la pantalla. Lo hice a propósito, la ignoré por completo. Sabía que estaba ... muy cerca, al otro lado del muro, pero preferí pensar que no existía. De vez en cuando leía algún comentario en redes sociales o escuchaba a los amigos referirse a tal o cual personaje, pero mi cerebro lo bloqueaba, como si tuviera un chip insertado en el cráneo, un cortafuegos que me preservara de Mark, Irving, Dylan y Helly. No estaba preparado para volver.
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La primera temporada me fascinó y me agotó a partes iguales. Es una de las mejores series que he visto en los últimos años. Pero su intensidad deja una huella muy peculiar, un agotamiento placentero. Llegué a sentir que yo también era dos espectadores al mismo tiempo, uno para cada versión de los personajes. Un momento, ¿no ha visto 'Separación'? Debería. No necesita saber mucho: una empresa, Lumon, ofrece a sus trabajadores separar su vida profesional de la personal. Es decir, que en la oficina son unas personas y fuera, en casa, son otras. ¿Por qué querría nadie hacer eso? Hay varias razones, piénsenlo: olvidar a una persona, superar una pérdida, evitar el dolor…
Hace unos días empecé la segunda temporada (que ya está completa, en Apple TV+). Sucedió lo que me temía: me atraparon. Mark, Irving, Dylan y Helly son cuatro personajes maravillosos y complejos. Me interesa lo que sé de ellos y lo que no. Me apetece acompañarles en sus dos versiones, estar a su lado cuando despierten. Y también me exprimen, me consumen, me hacen pensar y sentir el doble. 'Separación' es una distopía, un relato de ciencia ficción. Y, sin embargo, cada día parece más real. Más posible. Más presente.
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