Dos lecciones de democracia
La fortaleza de una democracia no reside únicamente en sus Constituciones ni en sus procedimientos: reside en la gente que participa, que piensa, y que no otorga legitimidad sin razones convincentes
La mejor fortaleza se encuentra en el amor del pueblo», escribió Maquiavelo, con seguridad una de las mentes más brillantes y tergiversadas de la historia ... del pensamiento humano; el profeta de la democracia, lo llamaba Toni Negri. Maquiavelo, tan hábil en detectar los resortes del poder como escéptico sobre la naturaleza humana, estaba convencido de que había que confiar más en el pueblo que en los gobernantes. Hoy, dos episodios recientes en América Latina nos muestran una realidad: la decisión popular sobre temas complejos suele ser madura; en todo caso, más razonable y prudente que la de los gobernantes.
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En Bolivia, la elección que culminó en la presidencia de Rodrigo Paz, hace algunas semanas, sorprendió a propios y extraños. Después del desastroso gobierno de Lucho Arce y ante un panorama electoral que muchos describían como un duelo entre dos opciones previsibles, la ciudadanía optó por un tercer camino: el voto por Paz, rechazando las alternativas neoliberal de Doria Medina y neofascista de Tuto Quiroga, que hubieran hundido aún más al sufrido país. Lo hizo intuitivamente, en medio de problemas económicos agudos de desabastecimiento e inflación, una situación social inaguantable, y un hartazgo que cuestionaba a la política en su conjunto. Paz no solo no era el favorito de las encuestas, sino que casi ni salía reflejado en ellas, porque no encajaba en los pronósticos que reproducen con fidelidad el mapa del poder. Y, sin embargo, recibió el respaldo mayoritario tanto en la primera como en la segunda vuelta. Esa elección no fue una casualidad: fue la suma de decisiones individuales que se impuso a lo que quienes mueven los hilos del poder querían que pasara. No siempre ocurre así; recordemos, si no, la elección fraudulenta de Maduro en Venezuela en 2024, de la que aún estamos esperando a que el régimen enseñe las actas que avalen los resultados que dicen haber obtenido.
Si Bolivia ofreció una lección sobre la capacidad de los electores para forjar alternativas, Ecuador dio otra, distinta y quizá más clara, sobre la distancia que puede existir entre la voluntad de un gobernante y la del pueblo. El pasado 16 de noviembre los ecuatorianos acudieron masivamente a una consulta popular diseñada por el presidente Daniel Noboa para confirmar su propuesta de reformas constitucionales retrógradas. El paquete sometido a voto incluía, entre otras iniciativas, la posibilidad de abrir la vía a una nueva Asamblea Constituyente para acabar con la Constitución ecológica de Montecristi, la reducción del número de representantes en la Asamblea Nacional, la eliminación del financiamiento público a los partidos políticos, y la flexibilización de la prohibición constitucional sobre la instalación de bases militares extranjeras en el territorio ecuatoriano. El Gobierno presentó esas medidas apelando a la urgencia: la violencia vinculada al narcotráfico, la fragilidad institucional y la necesidad de «hacer algo distinto» para recuperar el control. Se pusieron en marcha millones de dólares en propaganda para que el pueblo votara Sí. Las encuestadoras, casi al unísono, proclamaban la victoria contundente del Sí en todas las preguntas. Pero, una vez más, la decisión del pueblo sorprendió a unos y a otros: ganó el No.
Arendt recordaba que el juicio público y el pensamiento crítico son la base de la política auténtica
Los resultados fueron claros y rotundos. La propuesta de convocar una Asamblea Constituyente fue rechazada por más del 60% de los votos; la idea de permitir bases militares extranjeras sufrió un rechazo similar, cercano a dos tercios; la eliminación del financiamiento estatal a partidos y la reducción de escaños también fueron rechazadas por mayorías notables. La participación fue alta, lo que da aún mayor legitimidad al mandato ciudadano. Aquello que el Gobierno planteó como una solución de fondo fue percibido por la población como un atajo peligroso, una intención de reforma que no partía de consensos ni de procesos deliberativos amplios, sino de una voluntad de acumular más poder.
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Para entender por qué la respuesta popular fue contundentemente negativa contra las propuestas de Noboa hay que atender tanto al contenido de las preguntas como al contexto político. En primer lugar, someter a consulta la idea de una nueva Constitución sin amplias garantías de diálogo y sin un diseño claro para la deliberación generó desconfianza. La práctica histórica en la región muestra que las constituyentes, en contextos de polarización, pueden servir para confrontar más que para ampliar derechos; recordemos, si no, el reciente caso de Chile, en el que los constituyentes no redactaron la constitución que el pueblo chileno quería sino la que ellos deseaban, y en los dos referéndums aprobatorios acabó venciendo el rechazo. En segundo lugar, la propuesta sobre bases militares trajo a la memoria recuerdos poco gratos: en una región con trayectoria de intervenciones e injerencias extranjeras, la posibilidad de hospedar de nuevo fuerzas armadas norteamericanas en territorio ecuatoriano fue rechazada de plano. En tercer lugar, la oferta de eliminar el financiamiento público de los partidos políticos y reducir la representación fue percibida como una forma de debilitar a los partidos con menos recursos y concentrar poder en el Ejecutivo, o en intereses privados con gran capacidad de financiación que utilizarían sin duda en su beneficio. Estas decisiones no fueron el producto de impulsos inconscientes; fueron el resultado de análisis, movilización social y un debate público intenso que incluyó a organizaciones indígenas, sindicatos, movimientos ciudadanos y partidos de diverso signo. El «No» ecuatoriano fue, en suma, un control popular que detuvo la ambición de los gobernantes de tener más poder.
Hannah Arendt recordaba que el juicio público y el pensamiento crítico son la base de la política auténtica. Las recientes experiencias de Bolivia y Ecuador han mostrado que esos hábitos siguen vivos: electores que deciden con criterio, que no se conforman con consignas, que buscan coherencia entre medios y fines y que, cuando es necesario, corrigen el rumbo. No se trata de un elogio ingenuo de la democracia popular; se trata de constatar que la ciudadanía, cuando se le respeta y se le implica, aporta una capacidad de diagnóstico y corrección que supera la mera técnica institucional y, desde luego, la voluntad 'establecida'. Estas dos experiencias permiten extraer conclusiones para cualquier democracia que se quiera vigorosa: Primera, no subestimar el juicio ciudadano. Las encuestas y el relato mediático no agotan la razón pública; pueden informar, quizás desinformar, pero no sustituyen la deliberación y la decisión colectiva. Segunda, los gobernantes deben comprender que la legitimidad no se construye desde arriba con decretos, convocatorias rápidas o plebiscitos diseñados en clave de urgencia: se construye en el tiempo, con diálogo, transparencia y disposición a aceptar límites. Tercera, la sociedad civil organizada sigue siendo el contrapeso que evita atajos peligrosos frente al acaparamiento del poder.
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De esas experiencias podemos aprender en nuestras tierras, cuyos políticos desconfían tanto de la decisión popular que no nos consultan ni qué mantel ponemos a la hora de comer. La fortaleza de una democracia no reside únicamente en sus Constituciones ni en sus procedimientos: reside en la gente que participa, que piensa, y que no otorga legitimidad sin razones convincentes. Gobernar es, también, aceptar que la soberanía está en la ciudadanía y que, a veces, sus decisiones sorprenden -con razón- a quienes creían dominar el tablero. Cuando el pueblo actúa con libertad y responsabilidad, la democracia se fortalece; eso, al final, es la mejor garantía contra el abuso del poder.
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