A uno también le alegra la vida cascarse un 'esmorçaret' de vez en cuando. Cómo entra a esas horas un bocadillo crujiente con una caña ... o un vino, y todo bajo la atenta escolta del 'gasto'. Los sábados que puedo me deslizo hasta el bar del mercado de Ruzafa porque allí, el amigo Kevin, te lo prepara en el acto. Vocean tu nombre cuando lo tuyo está listo y, si puedes en una mesa o en una esquina de la barra, te lo encajas con verdadero placer. En vista de mi simplona personalidad, suelo encargar un bocadillo de tortilla de atún. Algún día me atreveré con el de carne de potro. No lo descarto.
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Soy un vulgar aficionado del 'esmorçaret', nada en común tengo con esos profesionales que cada jornada se homenajean mediante bocatas que son tan largos como mi brazo. Necesitan su combustible y me alegro. Sin embargo, pese a mi amateurismo, observo algo preocupado que igual se nos está yendo la pinza un poquito... Quiero decir que, ahora, preparan unos bocadillos con medio millón de ingredientes sofisticados y, a lo mejor, olvidamos que menos es más y que tal vez conviene regresar a las tradiciones no sea que, al final, de tan finos y alambicados, fastidiemos el invento. El blanco y negro con habas, o la tortilla de patatas con pimiento y mucho ajoaceite, se me antojan súblimes. ¿Para qué desvirtuar esa nobleza superponiendo otros productos? Cuidadín. Recuerdo como los gintonics sufrieron una evolución que los convirtió en orinales plagados de verduras y algo de líquido. Y con las hamburguesas me han despistado. No encuentro hamburguesas con rodaja de tomate, algo de cebolla y un poco de lechuga. Ahora todas lucen varias capas de atrezzo que las metamorfosean en amasijos de otros mundos. Los valencianos, en efecto, gozamos de gran imaginación, nos venimos arriba y brota nuestro punto de excesos barrocos. Contención, amigos, contención.
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