Cada tienda tradicional que cierra en el centro histórico y da paso a una franquicia es una pérdida sentimental, otra esquela comercial que añadir a ... la interminable agonía del casco antiguo de Valencia. Desafortunados proyectos de reforma interior -como la inconclusa avenida del Oeste o la hoy plaza del Ayuntamiento- y la riada del 57 marcaron el inicio de un proceso de degradación que en los últimos años ha conocido un nuevo episodio, el de la acelerada transformación de los barrios (Carmen, Velluters, Mercat, Seu, Xerea, Universitat y Sant Francesc) en un parque temático para turistas. Y es aquí donde se produce la gran paradoja. Porque todos los viajeros, cuando visitamos otra ciudad, queremos ver lo típico de aquel lugar, las tiendas características y diferentes, los mercados, los bares y restaurantes distintos a los de nuestra ciudad o pueblo de residencia. Salvo el turismo 'low cost', se busca una experiencia de autenticidad y, a ser posible, de exclusividad. Nos gusta presumir de haber comido en un mesón muy antiguo o de comprar unos dulces en una repostería de las que ya no se ven. Sin embargo, la multiplicación del fenómeno turístico lleva a que todo este tipo de establecimientos acaben siendo sustituidos por cadenas que pueden pagar los alquileres desorbitados que se piden en el centro. Con lo que donde antes había ultramarinos, librerías, papelerías, zapaterías o mercerías ahora hay cafeterías-pastelerías, pizzerías, hamburgueserías, tiendas de ropa y de souvenirs. En muchos casos, las mismas marcas y con idéntica decoración que en el resto de destinos turísticos. ¿Se puede hacer algo para frenar esta carrera alocada hacia la despersonalización? Surge de inmediato la propuesta de proteger los comercios tradicionales. Pero más allá de articular el mecanismo legal que lo permita nos asaltan las dudas: ¿se puede obligar a los propietarios del local a mantener una determinada actividad? ¿Y si no hay relevo generacional? En el fondo, somos prisioneros, más bien víctimas, de nuestros propios actos. Todos queremos viajar mucho, conocer esa ciudad francesa, alemana o eslovena de la que nos han hablado y que se ha puesto de moda. Pero, al mismo tiempo, pretendemos que nuestra ciudad, donde vivimos, se congele en el tiempo y no sufra los efectos de una movilidad global insostenible. Dicho de otro modo: un imposible. El comercio tradicional del centro histórico -el poco que queda- desaparece porque ya no hay vecinos que compren en él, sólo hay turistas. Entre todos, aunque unos más que otros, nos lo hemos cargado.
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