De la transición a la polarización
Se cumplen 50 años del fallecimiento del dictador. La escuela de hoy tiene poco que ver con la de entonces. Pero hay un reto equivalente: la convivencia
La escuela franquista fue transformadora, si la juzgamos por la máxima de Piaget, referencia del constructivismo, sobre que el objetivo principal de la educación es ... crear personas capaces de hacer cosas nuevas y no solo de repetir lo que ya existe. Sí, de aquellas aulas de la dictadura salieron los gobernantes -y la sociedad- de la democracia. No repitieron lo que ya existía. Hay otra lectura: menos lobos, adoctrinamiento. Sin represión política, las ansias sociales barren las lecciones de la infancia.
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El 50 aniversario de la muerte del dictador se cumple esta semana. El Gobierno lo recuerda con un programa de eventos, con una desviación argumental hacia la conmemoración del medio siglo de democracia. No es exacto, pero eso de juzgar el pasado desde la política actual está lleno de trampas con las que cebar las andanadas en las tertulias televisivas.
Sí me sirve este tiempo pasado, que a algunos nos coincide con la vida, para recordar los cambios en el sistema educativo. Desmontar cualquier parecido entre la escuela de hoy y de entonces, más allá de las mismas coincidencias físicas y espaciales que aún podamos mantener con nuestros abuelos. Las casas han cambiado pero el inodoro no. Los hombres somos más altos, pero seguimos teniendo dos manos. Y así.
Sí, la escuela actual fue diseñada por aquellos educados en clases separadas, formados en el espíritu nacional y en un sistema selectivo en el que las clases populares dejaban demasiado pronto su escolarización. El punto de inflexión de aquellos cambios comenzó un lustro antes, con la ley del valenciano Villar Palasí que ya hizo pegar un salto educativo. Hoy en día, incluso, algunos piensan que la Logse truncó ese salto pedagógico que tardamos en recuperar, si lo hemos hecho.
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En cualquier caso, las diferencias son abismales. La escuela pública, entonces escuálida, está generalizada en todas sus etapas. Los socialistas crearon la actual red dual, concertando para el sistema la lejanísima vocación educativa de muchas órdenes religiosas. También estos centros no tienen nada que ver con los de entonces.
Los colegios solo de chicos o chicas son residuales. De hecho, el debate ahora está más en dudar de si hay chicos o chicas o es algo desde sentido a fluctuante, cuestiones que entonces apenas se imaginaban. El concepto de igualdad no es en absoluto igual que antes. Tampoco las lenguas. Ni siquiera hace falta citar que el castellano perdió el monopolio escolar, o que ahora apenas aspira a ensanchar su hueco en el horario; basta decir que hace cincuenta años se estudiaba francés y ahora inglés.
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La tecnología y la digitalización, la llegada de inmigrantes, la feminización de la docencia..., son algunas de las cuestiones que en aquella escuela ni existían ni se esperaban. Por tanto, es evidente que la institución que les da respuesta ha sufrido cambios radicales.
Acaso, de aquella tradición -escolar, no franquista- se mantienen algunas inercias de la escuela selectiva en una escolarización generalizada. El suspenso mantiene la pátina como garantía de una buena educación.
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Sin embargo, al echar la vista atrás, atisbo cierta urgencia social compartida, que entonces había que fundar durante la transición y ahora se ve amenazada por la polarización. Hubo y hay una necesidad de reforzar la convivencia que, más que el voto, es la esencia de la democracia. Los motivos serán diferentes, y es posible que la gravedad sea menor de cuando algunos mataban por ideas. Justo por eso, porque ya lo vivimos, merece la pena evitar que ahora se deteriore. Esta vez el adoctrinamiento está en el otro lado de la valla.
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