Tía Fina, era la tía de la familia; soltera, complaciente, la que nos llevaba al cine semanalmente, al cine de los Niños de San Vicente. ... También a la feria de Navidad, cuando todos se excusaban con trabajos y compromisos; la tía siempre tenía tiempo para nosotros.
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Tía Fina se quedó soltera, y según decían, su dedicación a cuidar de las personas mayores. A ella no le importaba lo que dijeran; al contrario, se alegraba enormemente cada vez que una amiga le enviaba una invitación de boda.
Y hasta aquí, cuando llegó Carlos, el primo que se desplazó a estudiar a la ciudad. Era alto, fuerte. Carlos, además, sonreía siempre, y en la barbilla se le marcaba un hoyuelo, como a un actor de años atrás que a ella le gustaba. Carlos bromeaba con ella y se interesaba por la música de los conjuntos que le gustaban. Su madre lo invitó a comer y apareció con un ramo de flores que, entre risas y bromas, ofreció a la madre de tía Fina. Aceptó volver a una merienda de dulces, y al poco preguntó: «oye, ¿qué perfume llevas? Es estupendo». Tía Fina, como una colegiala de monjas, contestó: «Puro Rubor; además tiene un frasco muy bonito, parece un joyero».
Transcurrido un mes, en que tía Fina se cubrió las canas y sonrió como el rostro del hoyuelo, apareció el primo Carlos, tan parlanchín y simpático como siempre; bromeó con tía Fina.
Por cierto, el primo Carlos quería agradecerle el perfume que le recomendó, el Puro Rubor: «Fina, fue un éxito. Se lo regalé a una chica que me volvió loco cuando la conocí..., y aún me sigue teniendo trastornado». Todos rieron, y hasta tía Fina, con la más serena indiferencia, preguntó: «¿Y el estuche y el frasco, le gustaron?» «Le encantaron», contestó rápido. Pasaron los minutos hasta que llegó la despedida. Carlos se marchó y, de repente, se oyó el estampido de cristales rotos. ¿Qué se ha roto?, preguntaron. Tía Fina exclamó: «Nada, un frasco de perfume que me regalaron».
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