Urgente Largas colas en la V-30 entre Mislata y Vara de Quart en la mañana de este viernes

Consciente

Alegre y rebelde, como un muchacho, fuiste aceptando el paso de los años. Te negabas, hombre de cuerpo fuerte e inteligencia innata, a admitir la ... derrota paulatina de la vida que veías cómo se aproximaba. Tu formación cultural se alimentaba de todos aquellos que desafiaron la edad: Víctor Hugo, Dostoievski, Tolstoi y Flaubert; Gandhi, Churchill, Adenauer y Stalin; Goya, Matisse y Picasso. De todos tomabas ejemplo y fuerza. Habías formado un escudo con la literatura, la política y la pintura, convencido de que la vejez no era decrepitud física sino una disminución de ilusiones, una pérdida del deseo de asombro que terminaba afectando el alma y la mente.

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Tus libros, tus discos, tu amor a la naturaleza; todo constituía un tesoro que esperabas disfrutar cuando llegara la jubilación. Te conocí precisamente durante el homenaje que te rendían tus colegas. No eras, el jubilado que se pregunta al día siguiente «¿y ahora qué?» No; tú no eras de los que se sientan a tomar el sol en el banco de un jardín, ni de los que van a buscar a los nietos al colegio o acompañan a la esposa al mercado.

Te admiré como a un viejo y hermoso roble, contra el que no puede el vendaval, ni la lluvia, ni el frío. Me hablabas con humor: «Jubilación viene de júbilo».

«Escribiré un libro -me dijiste una tarde-. Un libro autobiográfico, claro. No me importa que se publique o no. Quiero dar forma a mis recuerdos; revivir las figuras queridas de la infancia y aquel despertar del amor». Caballero romántico, idealista siempre, conservabas en tus ojos -tan azules, tan transparentes- el brillo del que parece descubrir la vida cada amanecer.

El primer golpe llegó sin aviso. Te negaste a abandonar la casa. Los hijos te buscaron una muchacha para ayudarte, pero la ausencia de tu compañera -dulce sombra, más madre que esposa- te obligó a huir de ti mismo. Dejaste de escribir tus memorias, precisamente en el capítulo donde te enamorabas.

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Asistías a numerosas conferencias, a conciertos, visitabas salas de exposiciones. «Sigo enriqueciéndome», repetías. Los hijos sonreían al escucharte; ellos, como yo, recordarán siempre tu frase: «¿Sabéis? El ocaso también es hermoso». Quedaste mirando el horizonte. «Mientras haya un libro que leer y un atardecer como éste...».

Dejé de verte, roble hidalgo con corazón de muchacho. El tiempo pasó sin aviso. Los recuadros negros en los periódicos comenzaron a llenarse de nombres conocidos. Cada funeral traía el mismo pensamiento: «Era más joven que yo...». La página de las esquelas te iba robando a los tuyos, y empezaste a sentir una soledad distinta, una soledad que dolía en los recuerdos.

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Te esforzaste entonces por comprender a tus hijos y a tus nietos. Los semanarios y la televisión se convirtieron en tus aliados; la política y el arte, en tus puentes con el mundo.

Luchador, bello roble humano, te mantenías erguido y emocionado en cada Nochevieja. Hasta que volvimos a encontrarnos. Me hablaste del otoño -«también es hermoso», dijiste- y me abrazaste con sentimiento.

Tus manos temblaban sin poder contenerse. «Ya no sostienen un libro -confesaste-, y tengo principio de cataratas». Entonces sonreíste, golpeándome suavemente la barbilla: «Quizá el invierno también tenga su encanto», reflexionaste.

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