Al pie del Bulevar, uno de los pasadizos que conectan con la Punta, donde todavía (¡Todavía!) algunas mujeres se dedican para mi desolado espanto al ... oficio más viejo del mundo, un desconcertante letrero ilumina el paseo: 'Aquí no hay restaurant'. Así, sin la e final: una encantadora antigualla, una información que por otro lado nadie ha pedido pero que el autor del rótulo, de mejorable caligrafía, cree necesario divulgar, vaya usted a saber por qué. El cartel me recuerda otro de naturaleza distinta, pero espíritu más o menos análogo, que decora cierto bar de Pamplona: 'Hemingway no estuvo aquí'. Esta advertencia no carece de sentido, habida cuenta la masiva presencia en la capital navarra de locales por donde el genio de 'El viejo y el mar' y otras maravillas apuró sus tragos y se retrató con propios y extraños durante sus andanzas sanfermineras. Al contrario, en ese recodo paredaño con la Ronda Sur alguien debió pensar que era buena idea avisar, tal vez para fastidiar al navegador del coche y jugar al despiste, que por esas latitudes no hay restaurante, sin e o con ella. No es la única carencia. Tampoco se observan por aquí ni gimnasios, ni gastrobares ni cualquier otra calamidad contemporánea: si usted quiere arreglarse las uñas, desista también de visitar este rincón donde por fortuna Valencia sigue fiel a sí misma. Todo esto era campo y en cierto sentido aún lo es. Un alborotado rosario de huertas que resiste el avance urbano, aunque parecen mayoría las que huyen del uso agrario y esperan un mañana mejor, quién sabe si recalificación mediante. Mientras llega semejante milagro, la vista que ofrece la ciudad desde aquí es magnífica. Al fondo, el Roig Arena, heraldo del futuro; enfrente, el cartel berlanguiano, reliquia de un pasado no tan lejano. Y entre ambos, el presente. Gorrillas con 'iphones'y turistas con el torso desnudo, hábito multado por cierto en Francia: lo avisan unos letreros que sí tienen algún sentido.
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