Es un verano extraño. Un niño saborea un helado detenido ante un semáforo hasta que la bola cae cucurucho abajo y él se pone a ... llorar. Ríe una mujer que corre por el lateral norte del jardín del Turia, con la mirada fija en el horizonte que dibujan las grúas del puerto. Un conductor abre con violencia la ventanilla del coche para discutir con otro cuando cruzan por el puente de Monteolivete, pero sus aspavientos (y algún insulto) se evaporan mientras petardean sus respectivos tubos de escape y las sombras del ocaso engullen a ambos. Verano de 2025. Atardece en Valencia según esa pauta conmovedora que deja el ánimo en suspenso, preludio del inminente otoño que anticipan las hojas que ya alfombran el paseo y los uniformes escolares del nuevo curso que saludan desde los escaparates. La ciudad se despereza al estilo de esos animales de la selva que veíamos en los documentales de La 2: también Valencia emite estos días un bostezo generalizado, a un ritmo tan lento como el movimiento de un elefante, seguido de una mirada sorprendida hacia su alrededor, como si no se reconociera, que asemeja la propia del león antes de devorar a una presa sin gran apetito, como por rutina. Guiados por ese mismo protocolo que conocemos bien (la desganada actitud con que toda una ciudad se vuelve a poner en pie), nos transformamos en la nube de animalejos que corretean por esta imaginaria sabana llamada Valencia, como bichos sin cabeza ni criterio. Sudamos aún la camiseta igual que mediado agosto, incluida la interior, y nos abochorna tanto este calor húmedo como la lectura de prensa, huérfana de la clase de noticias que alivien nuestro paso por este valle de lágrimas. Y yo noto que al fondo del paseo late una apagada señal que sólo mis ojos pueden ver: 29 de octubre. De repente, la ciudad se ensombrece: el otoño que llega recuerda demasiado al invierno, que rima con infierno. Es un verano extraño.
Suscríbete a Las Provincias al mejor precio
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión