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Análisis

Salvar Valencia

No hay ciudad en el mundo, con un pasado más o menos ilustre, que no sufra la esclavización del aluvión masificador, el tumulto invasivo que descompone lugares

En el matrimonio de conveniencia entre la razón y la fe, la alcaldesa Catalá sitúa la Valencia que ambiciona entre dos polos narrativos: la ciudad de la cultura y la ciudad identitaria. Ambos pilares son consecuencia, o están condicionados, inevitablemente, por el fenómeno sobrevenido que lo revuelve todo: el turismo de masas. Son, si bien se mira, amortiguadores acelerados para obstruir las anchas vías por donde penetra la amenaza 'bárbara' (en el sentido de la desintegración de la civilización romana, que fue un proceso largo, antes de la caída de Roma). Dos concepciones que son una. Ciudad cultural: la alejada del turismo de botellón, la abierta a un sector del mercado menos tóxico. La ciudad identitaria: la que habría que custodiar los elementos básicos que hasta hoy han identificado Valencia (habrá por tanto que cambiar normas y regulaciones, sin duda). No hay ciudad en el mundo, con un pasado más o menos ilustre, que no sufra la esclavización del aluvión masificador y homogéneo, el tumulto invasivo que descompone calles, lugares y plazas. Y no hay ciudad en el mundo que no delibere sobre los efectos avasalladores de las masificaciones brotadas del primer tercio del siglo XXI. Las ciudades toman medidas para no ser engullidas y desaparecer devoradas por la muchedumbre. La música de la alcaldesa Catalá, ante esa especie de monstruo desconocido e insaciable, suena bien. Turismo de referencia -cultural, moderado, respetuoso- y coraza protectora -llámese «identidad»- ante la invasión. La música, claro, hay que ejecutarla. El alcalde de Barcelona, Jaume Collboni, coincidió con Maria José Catalá en el mensaje salvador, que está vinculado a esa misma idea: «Hay que garantizar el derecho a proteger al vecino y a que se quede en la ciudad». Tal es el nuevo paradigma al que se enfrentan las urbes, violador de la cultura, la identidad y la fisonomía de espacios y comercios. (Collboni anuncia que prohibirá en 2028 los pisos turísticos de Barcelona: «las viviendas son para que viva la gente», dijo. Al lado del alcalde estaba Pilar Bernabé).

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La novela de Ilja Leonard Pfeijffer, 'Gran Hotel Europa', dictamina el funeral del viejo continente. Uno añadiría, incluso, que extiende el funeral a las ciudades del mundo. Del mundo tal como lo hemos conocido. Hace unos 35 años fui a Florencia en enero: pude entrar a los Uffizi sin ningún problema. Apenas había gente en las salas. Hoy el director de la galería de Florencia ha de requerir los servicios de expertos norteamericanos en el control de masas y aglomeraciones. Los museos vaticanos reciben seis millones de turistas al año: veinte mil al día entran en la Capilla Sixtina (pobres frescos, no durarán mucho!). Los Uffizi tuvieron cinco millones de visitantes en 2023. ¡Cinco millones en contacto directo con las telas de Piero della Francesca, de Giotto, de Botticelli, de Caravaggio! Lo mismo en El Prado (unos cuatro millones), o en el Louvre (unos ocho millones). Hace diez años sólo Ryanair transportó 116 millones de pasajeros, 80 millones viajaron en Easyjet. En 2019, 156 millones de chinos contrataron viajes al extranjero. Se calcula que en cinco años habrá 300 millones de ciudadanos chinos recorriendo el planeta. A principios del siglo XV, Venecia tenía casi 200.000 habitantes, la segunda ciudad más grande de Europa por detrás de París. En 1931, 163.559 vecinos vivían entre los canales. En 2018, sólo habían censados 53.986 indígenas. Unos 18 millones de turistas visitan Venecia al año: apenas nadie vive ya en la ciudad. El «parque temático» abrirá las puertas por la mañana, con permiso de los touroperadores, y las cerrará por la noche, como en Disneylandia. Lo mismo sucederá en el centro histórico de Valencia: abrir y cerrar, sin rastro de aborígenes. La muchachada acude a Florencia a hacer botellón y ni siquiera pernocta allí. Vuelo de ida y vuelta. Un vecino de Valencia ya no puede entrar en San Joan del Mercat, ni en la Lonja, ni en San Nicolás si no paga y guarda una larga cola (a no ser que haya culto). Los museos y las iglesias ya son supermercados de arte: lugares dedicados a los selfies, donde el turista se cobra la pieza (un Velázquez!, un Santo Cáliz!). Valencia ha visto pasar ocupaciones y civilizaciones. Ahora la castiga la colonización turística. Observen los bajos del Cap i Casal, que ya no se dedican al comercio, sino que son filas de apartamentos turísticos (y la mayoría en manos de multinacionales extranjeras). El Botánic fue incorpóreo a la letalidad de esa revolución de masas, y eso que había criticado con dureza los grandes eventos: eventos y no eventos, todas las secuelas le cayeron encima. Europa, nos guste o no, desagua sus déficits en el turismo como modelo de negocio porque, entre otras cosas, ha perdido el tren de las últimas transformaciones económicas, y los paradigmas tecnológicos y las fábricas del mundo se alojan a miles de kilómetros. Demasiado ocupada, Europa, pintándolo todo de verde y apretujada entre las condiciones impuestas por el cesarismo de los ambientalistas nórdicos, que homogeneizaban culturas, pueblos y geografías. La penitencia está siendo sobrecogedora. La industria turística de masas -el negocio de «comprar» y «vender» turistas como una mercancía- tiene unos efectos contaminantes -todo el mundo está de acuerdo en esto, por eso las ciudades no saben qué hacer- quizás mayores, por lo expansivos, que aquellas fábricas que vertían basura sobre ríos y tierras (la fábrica, al menos, la podías cerrar). Una ciudad no puede proclamarse sostenible mientras aglomeraciones de millones de personas socavan su vida doméstica y la arrastran hasta transformarla en otra cosa: en una atracción adaptada a sus intereses efímeros. Ni cuando miles de decibelios torturan al vecindario en su natural y legítimo descanso, dicho sea de paso. Sostenible, decibelios, verde y masas (y Botánic): términos antitéticos. Es algo así como otorgarle una medalla medioambiental a una industria contaminante o felicitar el paso de una plaga invasora. El turismo de masas actúa contra el propio turismo, lo daña y lo expulsa de su perímetro natural. Ahora bien, ¿hay remedio? En todo caso, el sepelio anunciado de Europa a cargo de la turbamulta aún admite rebeliones discretas para desviar la fatalidad. En manos de los grupos políticos del Cap i Casal está el consensuar diagnósticos y remedios para afrontar la necrosis que sufre y sufrirá Valencia bajo las multitudes. Porque ante un dilema de esa magnitud -salvar o no salvar Valencia, que esto no va de discutir la regulación del tráfico- las fuerzas políticas del Cap i Casal quizás podrían levantar la mirada, suscribir un pacto histórico y colaborar en el conjunto de ideas para frenar la extinción física y metafísica de Valencia. Algunas veces, las personas en cargos directivos coinciden en el tiempo con lances históricos que deciden grandiosos destinos. Por el momento, esa doble hélice profiláctica, la ciudad de la cultura e identitaria, cuya síntesis concluye en la preservación urbana (que habrá que concretar con ordenanzas y regulaciones) y en la canalización turística (que habrá que enfatizar con más acciones y presupuestos) constituye un antídoto contra la defunción de la ciudad. Por cierto, en la esfera de la ciudad cultural, Valdés vuelve a casa. Regresa un indígena. No todo está perdido.

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