Al nuevo presidente -al presidente Llorca- no se le pide que inspire una fronda contra los desalmados de esta tierra, ni que resuelva en año y medio todos los desafíos pendientes que pesan sobre este pedazo de geografía al menos desde la entrada del francés, cuando el Crit del Palleter. Tampoco se le exige que corrija o desvanezca las firmezas sobre el destino subalterno de este pueblo, esa progresión imparable de subordinación casi metódica que viene de tan lejos, yo diría que desde el setecientos, y que nadie ha remediado. Los destinos comunitarios o individuales son cosas sujetas a la incertidumbre del futuro, que en general es imperfecto, y que está sometido a las leyes lunáticas del azar. Sería imprudente reclamarle al presidente Llorca que labrara en unos meses -prácticamente el tiempo que transcurre entre dos navidades y algo más- una redistribución juiciosa de las aspiraciones y carencias atávicas de este antiguo reino o de este moderno país (o de la CV, que cada cual elija a su gusto y condición la fórmula que más que le convenga). No. Esas cuestiones profundas y traumáticas -la invisibilidad luminosa, la condición subordinada, la claudicación tributaria- laten en esta sociedad como un órgano más, y ya nadie se sorprende de la ígnea anomalía, ni se extraña del oprobio que encierran, ni se asombra de la constante reivindicación paralela que concluye imperturbablemente en el vacío, tal es su habitual transcurso cotidiano. Ningún presidente, y llevamos siete -ocho con Pérez Llorca- las ha vencido. Siempre la invisibilidad 'natural' valenciana, cuya inmutabilidad posee la forma de un maleficio, ha vencido a los presidentes. A unos más que a otros, bien es verdad. A favor de los últimos hay que decir que en lugar de aplastarlos -digo de la naturaleza auxiliar, de la cualidad accesoria de esta tierra-, los ha sometido. Valga la diferencia.
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Es una herencia estructural, la de Llorca, imposible, pues, de modificar, no digo ya de enmendar. El legado de estos dos últimos años ha agravado, además, todas las infaustas constantes históricas, ya de por sí envilecidas. No me refiero a la dana, cuya inmensa tragedia ha abierto en canal a la sociedad valenciana, destripando las impotencias y los neodeterminismos sobre la falta de soluciones y las insuficiencias ya reseñadas desde antiguo. Hablo de las coordenadas insólitas sobre las que se ha desplazado el ideario del anterior Consell, con la venia del partido, abjurando de aspectos culturales consensuados y ya resueltos por sus predecesores y destapando conflictos ociosos y de riesgos imprevisibles en los nervios medulares de esta sociedad. La inauguración de estos conflictos de cargas larvadas se sostenía sobre una especie de tómbola irreflexiva y me temo que muy aleatoria. No será fácil cancelar ese patrimonio, que refuta el de los anteriores gobiernos del PPCV.
Y, sin embargo, Llorca habrá de rescatar aquellas herencias y puentear la inmediata, embarcada, como digo, en un adonismo que apenas fomentaba la cohesión: basta observar la agenda de los calendarios pasados. Rescatarlas no para embalsamarlas sino para aprender de la divina experiencia, una de las madres del conocimiento sincero. Primero la experiencia, después el experimento, tal vez más tarde la senda nueva. Pero sobre todo a Llorca se le ha encargado un mandato, digámoslo en palabras de un historicista, un mandato único, considerable y auténtico: el de la reconciliación social. El de anudar una nueva cohesión tras la colosal fractura. El de recomponer los fragmentos. Ha comenzado por su propio partido. Es imposible lanzar el mensaje o articular el ideario de la reconciliación social ante la opinión pública sin antes pararse a recomponer el orden en la propia casa, cuyas luxaciones, algunas severas, comprobamos en el cónclave famoso que reunió a los presidentes de las diputaciones valencianas, mostradas ante los focos con una eficacia insólita o con una ingenuidad virginal. El intento de integración de ciertos grupos del PPCV en el actual Consell ha de leerse como un primer ensayo para equilibrar representaciones y poderes, sombreados también en la anterior etapa. Son lances que nunca se clausuran -un partido genera una interlocución interna abrasiva- pero permitirán al actual presidente iniciar su aventura en torno a las coordenadas de la política gestual, que habría de amplificar en su caso, pues su mandato expira en un escaso plazo de tiempo. Gestos ante las fuerzas políticas, reconciliación social, reencontrar la normalidad perdida, reparación material de las zonas dañadas, reconstrucción moral. De los políticamente imposible a lo políticamente evitable también. El trauma pavoroso de la dana introdujo a la sociedad valenciana en una 'zona ademocrática' -por decirlo así-, que no supo/pudo sujetar una Generalitat herida, y abrió un paréntesis en la práctica habitual política de poderosas consecuencias. Precipitó hacia el abismo al Consell, que reaccionó tarde, y causó una quiebra de confianza en sus miembros cuya única salida era la del adiós. Un adiós purificador que ha sido tardío. El PPCV ha optado por la reforma -cambio de presidente- y no por la ruptura -elecciones, que hubieran acortado los plazos de la catarsis-, de ahí que la narrativa original del presidente Llorca fluctúe entre el regreso a la normalidad -también en el terreno simbólico-, la invitación al diálogo con las fuerzas políticas y la reconciliación con la sociedad valenciana tras sufrir ésta en sus carnes la pulsión de la 'doctrina de shock'. Y dado que las palabras, al contrario de lo que decía el francés, no suelen ser actos -ojalá- y menos en la política, confiemos en que alguna vez, alguien, a ser posible en las Corts, comprenda una idea del adversario, la haga suya, la más común si se prefiere, y piense en el ciudadano y no en la maquinaria del partido, de los colores o del poder.
El trauma pavoroso de la dana introdujo a la sociedad valenciana en una 'zona ademocrática'El legado de estos dos últimos años ha agravado todas las infaustas constantes históricas
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