Un Parlamento exhausto
Que las Comisiones sean «un circo» puede ser cierto, pero nada legitima al Presidente del Gobierno para decirlo, mucho menos en el Parlamento
Al ex canciller austríaco Sebastian Kurz, le costó la carrera una investigación parlamentaria. El Nationalrat instituyó una Comisión para esclarecer un caso de corrupción que ... envolvía al ex vicecanciller, Heinz-Christian Strache y que tuvo lugar, parcialmente, en Ibiza. El canciller se vio forzado a dimitir a finales de 2021 y para el verano de 2023 estaba ya siendo investigado por haber mentido en la Comisión. Hace pocos meses, el Tribunal Superior de Viena revocó su condena y, por tanto, lo ha absuelto en firme: el canciller no mintió (o, por lo menos, no lo hizo con relevancia penal).
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En España se han sucedido acusaciones parecidas en los últimos días. Un Juzgado de Madrid investiga a Santos Cerdán por haber mentido, al parecer, sobre su relación con Koldo. También sobre la Presidenta del Congreso, Francina Armengol, pesa una indagación parecida por haber negado, en la misma Comisión, conocer a Víctor de Aldama. Alberto Núñez Feijóo advirtió al Presidente del Gobierno de que instaría un procedimiento penal contra él si mentía en la investigación del caso Koldo en el Senado. Y, por último, hace tan solo unos días, el Partido Popular reprochó al Ministro Ángel Víctor Torres haber faltado a la verdad en el mismo trance.
En este ambiente tan tenso destaca la nula confianza que los actores políticos y no políticos depositan en las Comisiones parlamentarias de investigación. La Fiscalía, arriesgando su prestigio con un malabarismo argumentativo difícil de entender, quiso que los Tribunales inadmitieran la querella presentada contra Santos Cerdán a ese respecto: la idea es que no es delito mentir en una Comisión, porque eso atentaría contra el «principio de intervención penal mínima». Aunque no es momento ahora de examinar esa tesis en detalle, basta una lectura rápida del artículo 502.3 del Código penal para llegar sin esfuerzo a la conclusión contraria. Quizás el primer gran filósofo inglés del Derecho, John Austin, decía en 1832 que la «existencia del Derecho es una cosa; su mérito o demérito, otra». Esta sencilla tesis parece desconocida para la Fiscalía, que no parece confiar en exceso en las Comisiones parlamentarias de investigación, a pesar de que la Constitución enlaza ambas instituciones en un mismo precepto (art. 76.1 exactamente) y a pesar de que su rol en el proceso penal no es la reforma del Derecho, sino velar por el cumplimiento de la legalidad.
Tampoco es provechosa la actitud del Presidente del Gobierno, que excede de la natural y comprensible defensa esperable en un ambiente tan hostil como la Comisión del caso Koldo. Para rechazar los ataques y para ilustrar al Parlamento no es necesario descalificarlo. Que las Comisiones sean «un circo» o «de difamación» puede ser cierto, pero nada legitima al Presidente del Gobierno para decirlo, mucho menos en el Parlamento. No se puede obviar, tampoco, que muchos de los vocales que interrogaron al Presidente ignoraron, completamente, las restricciones que el Derecho parlamentario imponen a su actividad: nada tiene que ver con el objeto de la Comisión la vida personal del Presidente. Es legítimo, por otra parte, que el Parlamento quiera investigar el rol de los dudosos negocios del suegro del Presidente en la financiación de su campaña, pero debe hacerlo por el cauce correspondiente.
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Los breves párrafos anteriores son, más bien, pesimistas. Las razones para adoptar ese ánimo son claras para mí, pero no pueden tenerse por absolutas. La descalificación de la actividad parlamentaria de investigación, que viene de tantos frentes, es un síntoma de agotamiento. Mientras los vocales abusan de su derecho a interrogar, los comparecientes se acogen a menudo a un derecho a no declarar que no les asiste, los Presidentes de las Comisiones abdican de su tarea: proteger los derechos fundamentales de los vocales, comparecientes y terceros (¡!), injuriados a menudo sin posibilidad alguna de defensa. Este agotamiento, que lleva a muchos a pedir el cierre ad aeternum de las Comisiones, tiene su causa en muchos factores. Y aunque sobre algunos no podemos incidir (mala fe), sobre otros sí: las normas que regulan este segmento tan político del Derecho parlamentario están exhaustas. Una breve Ley de 1984, algunos preceptos en los Reglamentos de las Cámaras y algunas vacilantes sentencias del Tribunal Constitucional no son suficientes para poner coto al abuso. Para tomarse en serio las Comisiones de investigación hace falta más que buena voluntad: es necesaria una reforma normativa total y ambiciosa, que eleve en el Estado a las Comisiones de investigación. Que invista a las Comisiones de altos poderes y que restrinja su tarea, con severidad, a lo que la Constitución quiere: indagar asuntos de interés público.
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