A algunos, ostentar un cargo político parece que les da para costearse áticos de 3.000 euros de alquiler al mes. Y para disfrutar de ... lujosas vacaciones. Lo dice la UCO en un informe sobre las cosas de Santos Cerdán. «Gastar y gastar. Y restaurantes fin de semana sí y otro también. Ya les vale. Todos de lo bueno, lo mejor», dice una de las conversaciones incluidas en la investigación. Antes ya vivimos, lo sabemos bien, historias de relojes de lujo, comilonas a cargo del erario público, tarjetas black, mordidas del 3%, comisiones indecentes por contratos amañados... Y mucha fiesta. La fiesta que algunos se han montado a base de pelotazos en cadena. La fiesta y la ignominia de algunas declaraciones lapidarias que resuenan en el pasado: «estoy en política para forrarme».
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Son las pinceladas de lo que hemos sufrido y sufrimos por la forma de hacer y actuar de algunos dirigentes políticos de ayer y de hoy, de aquí y de allá. Modos y actitudes que nos avergüenza. Y lo hace no sólo por el bochorno que genera conocer casos de corrupción (y, en especial, por lo esperpéntico que pueden llegar a ser alguno de ellos por chusco e inmoral); sino también, por cuándo y cómo cometen esos casos de corrupción. Por ejemplo, cobrando comisiones por traer mascarillas cuando la gente se moría de Covid. Por ejemplo, desviando fondos para la cooperación con el objetivo de enriquecerse. O por ejemplo, defendiendo una política limpia, desgarrándose incluso en público desde el estrado como gran defensor de los más necesitados, mientras con la otra mano les iban robando.
Lo grave no es sólo lo que hacen o han hecho, sino cuándo lo han hecho y a costa de qué y de quién. Lo grave no es que el país esté atrapado, como ahora, en una maraña de desfachateces y de formas de ejercer la política desde el egoísmo; sino que, mientras ellos cultivan el esperpento y siembran el bochorno, la ciudadanía batalla día tras día por seguir viva en la carrera de supervivencia. Y no. Esto no es algo exagerado, oportunista o demagógico. Es la realidad que palpan organizaciones como Cáritas, Casa Caridad, Manos Unidas, Save de Children, Unicef... y tantas otras. Una realidad demoledora. La de muchas familias -cada vez más y con más intensidad- que padecen la ansiedad de no poder llegar a fin de mes; que se enfrentan a diario a la condena de una cesta de la compra absolutamente disparada; que viven atenazados por el temor a un futuro incierto; que subsisten con la resignación de vivir sin hogar propio y sometidos a alquileres desproporcionados... Familias, personas, que habitan bajo la losa de la pobreza. Pero de una pobreza vista desde una mirada amplia. Calidoscópica. Esa que va más allá de esa situación extrema y crítica que afronta aquel que pide caridad en la calle, que duerme en un banco de un parque en plena ola de frío o que acude a comedores sociales para que sus hijos puedan alimentarse. Es la pobreza de quien jamás se podrá independizar y continúa bajo el sustento de sus padres, incluso de sus abuelos. La pobreza de quien tiene que renunciar a una alimentación sana y equilibrada porque las cuentas no le salen; de quien no podrá encender la calefacción durante los días más gélidos; de quien renuncia a un tratamiento sanitario porque no le alcanza su sueldo, y pone en peligro su vida; de la persona mayor que ve como su movilidad y sus pensamientos se quiebran sin poder costearse una ayuda que le permita vivir con dignidad, en medio del colapso del sistema que debería protegerla. Es la pobreza de quien cayó en las drogas y no encuentra recursos para revivir: de quien no puede ofrecerle un tratamiento odontológico a su hija, porque es demasiado caro; de quien sigue con su viejo coche, renuncia a las revisiones y a cuidarlo, porque lo que gana no le da para tanto; de quien la falta de recursos le condena a la soledad porque no puede sociabilizar, ni compartir una tarde en el bar, ni un instante de ocio.... Una pobreza, en definitiva, que se va convirtiendo en un gran monstruo a partir de esas renuncias y angustias que marcan el día a día de miles de ciudadanos. Pequeñas condenas diarias que, en los últimos años, se van acrecentando porque los sueldos se desploman mientras los gastos se han disparatado. Pequeñas condenas que demuestran que la sociedad del bienestar se va desvalijando. Condenas que son doblemente crueles cuando ves que, quien debería aliviarlas, vive cínicamente instalado en el bucle de la desvergüenza. Esa espiral que, quiero pensar que es así, no les deja ver la terrible realidad que aflora sin control en el país que ellos gobiernan o quieren gobernar. Una pobreza real, silenciosa y casi invisible, que se va colando en miles de hogares de esta España que no va tan bien como quieren vender. Porque las cuentas reales, las de la gente de a pie, no salen. La España de Mari Carmen, que cumple 65 años, cobra 800 euros y paga 500 de alquiler. «No puedo permitirme ni tomar un café, prefiero gastar ese euro en comprar un litro de leche», lamenta. La de Jennyfer Paola y su marido, a quienes la dana les dejó sin ingresos y un niño de 2 años. La de Quique, con 51 años, que vive en la calle desde hace cuatro meses... La España invisible que contempla, cómo la pobreza extrema se agudiza y la clase media desaparece, mientras la política de la desvergüenza se atrinchera tras su inmoralidad.
La pobreza extrema se agudiza y la clase media desaparece; frente a ello, la vergonzosa corrupción reptando por la política
Es domingo, 23 de noviembre. «Sé fuerte. Vive honorablemente y con dignidad. Y cuando pienses que ya no puedes, no te rindas» (James Frey, autor de 'En mil pedazos').
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